martes, 18 de marzo de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (L) - La ortodoxia de los poderosos


(fotografía: África Salces)

A ciertas horas, cuando atardece por detrás del derrotado ejército de antenas de la ciudad, Madrid da la sensación de mirar al sur, muy al sur, como buscando una utopía que comienza a deshacerse más allá de los últimos arrabales, cicatrizados por las vías del tren. Y es en ese momento, en esas deshoras descuidadas, en que los tristes ahuyentan sus fantasmas por la calle de los Tres Peces arriba, cuando Lavapiés entibia los colores sobre sus tejados abigarrados y marrones, envueltos en la babel sin norte de sus escaparates iluminados, de sus calles empinadas y trazadas como un laberinto azaroso y vertical en el que las casas se entrechocan y la ropa tendida se agita en sus cuerdas de antaño.

Y así es cómo se le recibe al extranjero, al turista extraviado, que mira con asombro el ir y venir bullicioso y multicolor de un barrio que, desde su suciedad, corazón orinado de Madrid, también reivindica mirar al sur más allá de sus buhardillas ruinosas y sus portales oscuros, donde los que no tienen portal lo buscan agriados en el alcohol sin el dinero ni la piedad de los hijos sin padre. Hachís barato, caña antigua de fachada azulejada y hurto de muchachos que vinieron en patera. Corazón orinado de Madrid, en que la ciudad se refleja sin luz en las aceras. Ortodoxia de los poderosos: los que viven allá que no paseen, dirán: quien pasea piensa, quien piensa no me vota. Y así hasta hoy, sobreviviendo al vagabundeo de la insolencia y la basura solitaria, mientras los balcones se alinean con su aire humilde del siglo diecinueve, encerrando como tesoros las corralas viejas sin ascensor y artrosis.

La policía contempla un decorado inmóvil consumida en el aburrimiento. El caballo come de un seto. La plaza se dispone a dormir a la sombra de los nuevos habitantes perennes de las soluciones drásticas. Mientras sharis y ojos rasgados encienden a media luz las cabinas telefónicas y los locutorios donde se echa de menos a quienes andan separados porque no hay pan allá de donde vinieron y dejaron a sus hijos. Huele a curry en la calle del Ave María. A mostaza. A meado en la esquina del Barbieri, con su encanto agrietado y con goteras. Una anciana no puede subir la pequeña cuesta, mientras un ridículo microbús a lo Trastevere, silencioso, consume los impuestos municipales pintado de azul.

Es curioso cómo algo puede morirse y vivirse a un mismo tiempo. Cómo puede mirar al sur y estar ciego. Cómo puede atardecer y amanecerse. Recordarse y vivirse: aquí vivieron también nuestros antepasados, recibidos del campo, pagados con el olvido del oprobio y el reciente desprecio al extranjero. No pasamos, porque sencillamente nos quedamos a vivir aquí.



jueves, 13 de marzo de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLIX) - La naftalina y la lluvia
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(fotografía: archivo familiar)

Otro recuerdo más: de nuevo la insolente memoria de los que no hemos decidido hacernos viejos, sino lo contrario, fingir juventud, que a la postre siempre nos ha mejorado el aspecto, aunque resbalemos por el fondo triste de las fotografías que el tiempo añeja, como a los padres, como a los hermanos, como a los vecinos que ya no están, y que poco a poco ha ido engullendo el tiempo con su fisonomía ambigua de días que parecen todos semejantes, pero que son diferentes a su manera, como desgraciadas las familias en las novelas rusas, cada cual de un modo distinto y parecidas todas entre sí en su felicidad.

Otra fotografía: cómo han cambiado todos. Los recuerdo hoy porque vuelve hacer mucho tiempo que no los veo. Porque se enturbian en las fotos antiguas, porque Alcalá está demasiado cerca como para decir “muy lejos” y porque ni ellos, sus protagonistas, sabrán ni siquiera de la existencia de este retrato de familia. Niños que ya no son niños, niños que ahora tienen otros niños y que posarán, digitales y pixelados, en otras fotografías semejantes. Primos, tíos, mi hermano mayor (aquí el más pequeño) y un carricoche que, como los peinados, parece sacado de una película italiana de los años cincuenta. Y azares o paradojas: el que luce traje marinero y hace mohínes llegó a dar la vuelta al mundo en el Juan Sebastián el Cano (cosas de la vida).

Bienvenidos sean, pues, los tropezones que da la memoria. Ignoro quién es el calvo que por detrás de mi tía se asoma con su corbata de finísimo nudo; corbata de querer ser lo que no se es, supongo, porque pocos en mi vasta familia la necesitaron para trabajar, ni yo mismo siquiera, que adiestro leones en un circo sin redoble de tambores ni hermosas trapecistas. Así son las familias: se extienden como las ramas de un árbol inmenso, sin que los retoños que crecieron de un mismo tronco vuelvan a encontrarse, salvo si el viento los agita con fuerza.

Y así ha pasado el tiempo: cumpleaños, cumpleadioses, cumplevidas. Otros vendrán, seguro, a recoger lo que todos ellos han dejado y están dejando aún. Un rastro que no huele a naftalina de armarios, sino a lluvia.