jueves, 20 de diciembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XLII) - La nieve y los centros comerciales


(fotografía: archivo familiar)

Hoy, que hace tanto frío, tienen las fotografías también el valor de acercarnos los fríos de hace algunos años, cuando las calefacciones no existían y las almas atemperaban sus cuerpos al calor de los chubesquis. Entonces, en Madrid nevaba con la obstinación de los inviernos de verdad, porque hoy, ni siquiera los grados bajo cero consumen las carnes que se consumen, a cuento del tan traído y llevado cambio climático y otras zarandajas que nadie entiende bien, porque los periodistas intentan, inmodestos, hacerse los marisabidillas de todo. Que el clima cambia es un hecho, si uno mira bien aquellos inviernos rudos de campo y miseria. Y no será el escepticismo (creo en las catástrofes firmemente), sino más bien los cambios de época, que nos hacen ver los meses helados con una imprudente añoranza de sabañones en las manos de nuestros padres a la intemperie.

Resguardados de la nieve (que apenas cae por pura timidez) los niños ya no juegan a tirarse bolas; ni mucho menos, se resguardan del cachete inocente de la mamá que ha perdido los nervios por la travesura, dentro del coche con calefacción, del centro comercial o del abrigo de pelo de animal criado para ser solo un abrigo. Y no me refiero a los conejos de un ministro tan insustancial como necio. Digo que son visones, o zorros o zorras los que cobijan la estupidez contemporánea de la urbanización a diez kilómetros y el Burgocentro de Las Rozas. Antaño, eran rozaduras en las manos, en los pies por el trabajo. Hoy se llevan Las Rozas, capital a la intemperie tras el atasco sordomudo de los cambios climáticos. Capital del consumo al borde de las autovías improductivas llenas de vehículos caros y enormes.

Siempre lo cuenta mi padre mirando con desasosiego a través de la ventana: ya no nieva como antes, afirma, como aquella nochebuena en que cenamos mis siete hermanos y mi madre una sola naranja, y no pudimos con el frío, cuando dormíamos tres en cada cama para no morir congelados. Cuando se meaba atravesando un patio con el suelo escarchado, y era mejor no mear.

Y si era mejor no mear, tampoco era mejor aquello que esto: celebración de la quimera, dionisios con tarjeta de crédito bien nutrida y alimentada a costa del chalé que no se vende y del dinero negro, que viene de África en pateras. Cambian tanto las cosas, que da miedo el cambio climático, porque cuando los visones sobren, serán prendas de lujo las bermudas floreadas de los pobres que veranean en Alicante, horror más por estética que por su coste, claro.



viernes, 7 de diciembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XLI) - Miguel y René
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(fotografía: archivo personal)

Ocurre a menudo. Con el paso del tiempo, uno va incorporando, sin quererlo, biografías ajenas, vidas prestadas, que pasan a formar parte de ese ideario íntimo que nos diseña y que nos dice cómo somos o qué no podremos llegar a ser. Me ha sucedido a mí en alguna ocasión: cuando he recelado de las vidas de otros escrutando el mundo secreto de sus epistolarios o de sus fotografías, y que he ido empezando a comprender cómo las vidas de otras personas se incorporan a la propia experiencia de uno, sin que los hombres y mujeres que uno espía sientan, sin embargo, que ellos construyen en otros lo que somos.

Tengo desde hace unos días en la mente escribir esta entrada. Hablando con un compañero de trabajo, Javier, se llama, intuí que sentía él como yo el amor compartido por la poesía de un poeta que ha formado en mí, casi tanto como en él, ese diario sentimental en préstamo (sentimientos que no me corresponden, pero que uno puede hacer suyos) del poeta de Orihuela Miguel Hernández. “Tristes guerras”, escribió, y quien lo lee no deja de ponerse a dormir “solo y uno”, como si la pena “tiznase cuando estalla”, sintiendo que donde uno se “halla no se halla, hombre más apenado que ninguno”. Y es que supongo que la poesía (la buena) nos hace partícipes de los demás tanto como a nosotros conscientes de nosotros. Y estoy seguro, por ello, de que en algún momento, sin que nos conociésemos, hace muchos años, él en Valladolid y yo en Madrid, habremos podido coincidir leyendo a la par el mismo poema: “Carne de yugo ha nacido” o “Por una senda van los hortelanos”, porque era la sagrada hora de la lectura. “Besar zapatos vacíos” es también sentir por el prójimo su pérdida, que no dejan de ser pérdidas desconocidas, pero acercadas a través del verso.

Y algo así me ha sucedido con un pintor: René Daudet, cuando en el Rastro de Madrid rescaté de entre cientos de papales rancios, a cambio de algunas pesetas, un dibujo sobre papel, rubricado por él, que vendía un viejo trapero. Igual que en los versos de un poeta, en las firmas de los pintores se ocultan vidas, vidas que ocultan otras vidas, y fue así como me propuse indagar en ellas. Nació en París, donde estudió y amó a la modelo de muchos de sus cuadros, una tal Sophie. Después, llegaría a España buscando la luz de Picasso, participó en el Congreso de Intelectuales Antifascistas hasta que su rastro se pierde con la sucesión de desgracias que trajo consigo aquella guerra española. Guardo con exquisito cuidado aquel valiosísimo dibujo suyo; tan solo un papel que ha sido el motor de una investigación que me ha llevado varios años: bibliotecas, museos, libros. Sólo para acrecentar esta autobiografía que, igual que ocurrió con Miguel Hernández, me ha ayudado a construirla desde fuera de mí.

(A Javier Barrio)


miércoles, 21 de noviembre de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XL) - Velázquez y las putas
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(fotografía: África Salces)

La ciudad te permite huir y bordear el anonimato de un atardecer que, también en blanco y negro, te arrincona y te hace parecer diminuto, minúsculo en el centro de la urbe recién despertada o moribunda. Así son las ciudades, en las que la muerte se matiza con la indiferencia de las estadísticas, pero hasta eso, aquí resulta hermoso. Mirar las calles cerradas a la luz, con sus esquinas y sus peligros anunciados en los telediarios de la noche: mezcla extraña de mi barrio, babel revuelta de ciento y pico nacionalidades, cada una con sus temores y sus tiendas.

Pasear por Montera, escaparate cárnico del tercer mundo; ser transeúnte entre corbatas Castellana arriba; extraño en cualquier sitio, diferente a los demás, o el único blanco de tu portal (esto también les ocurre a los ancianos de Lavapiés, chabolismo vertical). Anónimo y siempre señalado, como el castigo divino de no encontrar a Dios, ni a su puta madre. Tener un precio tu cabeza (rapada o no); skin, latin, sharp, punk, red, pis por las esquinas: aquí en Madrid también la gente mea.

Y, sin embargo, aunque todo aparente tener la apariencia del latido gris de la oficina y el polígono industrial, uno tropieza sin querer con la paz de hacer el amor con los balcones cerrados, sin escuchar tampoco los silencios que la ciudad, cuando hace que duerme de puertas para adentro, suscita como una irreconciliable paz que firma sentencias de estrés en el atasco, en la violencia de los barrios del sur (o de la Bolsa). Sección local de un periódico capitalino: “Madrid es una ratonera. Cada esquina oculta una emboscada. Viven una batalla perpetua”, escribe un imbécil, un tal Borastero, alentando el gratuito miedo de la gente que desconoce que la ciudad sigue hilando en la rueca que pintó Velázquez evocando a Ariadna, enredándonos entre las calles de Chueca o del barrio de Los Austrias, con el lazo invisible de no ser forastero y sentirse forastero: paradojas de las urbes abiertas de par en par, por si alguien quiere venir y coger algo.

Necesariamente, las autobiografías también tienen que tener un lugar en el que sentarse a descansar. Y esta que suscribo poco a poco, se sienta acá, en esta orilla de la villa de Madrid a mirar muy despacio lo que transcurre demasiado deprisa. Golfos siempre hubo: carteristas, trapicheros, trileros, ministros o periodistas amarillos, que con la misma rapidez que vive la Gran Vía su eterna tardenoche, te levantan las perras del bolsillo, o los euros, porque ya somos europeos.

(A Diego Vaya, por su próxima visita a Madrid)





sábado, 17 de noviembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXIX) - Mi padre con mi abrigo y los problemas del "yo"
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(fotografía: archivo familiar)

Cuando me compré aquel abrigo marrón de grandes solapas, mi madre no acertaba a verme a mí, sino a mi padre, en esa motivación inexplicable que tienen las personas mayores, más por recordar que por interesarse por el futuro (cambio climático, inflación creciente o burbuja inmobiliaria). Me lo recordó mi propia madre con el ímpetu con el que me habla de las recién descubiertas corruptelas en el ayuntamiento de Madrid, ayer mismo, por teléfono. Empleó el mismo tono que cuando me vio con ese abrigo de color marrón, de aires retro y cruzado. Y es que los parecidos transitan sin querer por la memoria como los coches por aquí (a sus anchas e indisciplinados).

Después, cuando me vi a mí mismo pero mucho tiempo antes de que naciese, comprendí aquel recuerdo de mi madre. A mi padre, sin embargo, no le recuerdo tanto a él, porque quizás los suyos fueron tiempos en los que el “yo” (no el psicológico, sino el gramatical) se empleaba menos que hoy. Y éste es el defecto de quienes continuamente se aluden a sí mismos como ejemplo, quienes se adulan gratuitamente señalándose a sí con su propio dedo índice, quienes no paran de mencionarse como si fuesen una entrada más en una bibliografía creada por ellos mismos. Defecto común, en resumen, de quien no sabe ver que todos somos un poco de los demás, y que los demás son a su vez muchos otros igual de importantes que nosotros mismos. Quien lo dude, que me mire a mí y después me compare con mi padre: o mejor, que se miren a sí y vean sus padres.

Es el mal común de las ciudades, de la hiperactividad de muchos que no se paran ni un minuto a pensar sobre ellos mismos y después hablan como si fuesen referencias esenciales del siglo XXI. Tienen el defecto de pensar que solamente ellos son: individualismo, egocentrismo, solipsismo y otros ismos, pero que bien podrían diagnosticar sesudos psiquiatras, porque resulta enfermizo y molesto escuchar a otro siempre hablar de sí mismo como si fuese el único. Y no me refiero a los políticos, ni al rey (¿recuerdan ustedes el que se callen coño de un veintitrés de febrero?), sino también a mis vecinos, a algún compañero de trabajo que pretende ensombrecer el callado trabajo de otros muchos hablando sin parar, hablando, bla, bla, bla…, porque yo, es que yo, a mí, soy, fui, viví, y me casé en la boda, y me bautizaron en el bautizo y me enterraron en el entierro (Lola dixit).

Y ante tanta vocinglera insidia lo mejor es callarse y contemplar las fotografías de colores rancios que nos dicen lo que somos nosotros, todos nosotros. Pero nos lo dicen ellas, no nos lo decimos nosotros a nosotros mismos, porque si está claro que quien se habla a sí espera a Dios hablar un día, quien no para de hablar a los demás de sí, lo único que puede hacer es aburrir a todo Dios.

domingo, 4 de noviembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXVIII) - Los bordes doblados



(fotografía: archivo familiar)

Rescatada, ésta como otras, de los viejos cajones donde las fotografías se agolpan y se doblan sus bordes, destruyéndose poco a poco, aparece esta imagen de los años treinta, con los restos de lo que han dicho que fue la edad plateada de la cultura española. Hombres ilustres, pero poco conocidos, posan para una fotógrafa francesa que también acudió a aquella cena, la única mujer, en la que se fundó el Sindicato de Artistas Revolucionarios. Tomada en el Café Velázquez de Madrid, sus protagonistas parecen extraídos de un libro de historia y no de un destartalado cajón en el que los recuerdos ajenos y las vidas no vividas se funden en una sola imagen de valor incalculable.

Y los episodios de la historia, como las genealogías, se van entremezclando para conformar, como siempre, las autobiografías que no comienzan con uno mismo, sino mucho más allá. El segundo personaje, por la izquierda, de perfil, es un joven Pedro Torrente Santos, poeta de tercera fila de esa llamada Generación del 27, familiar mío porque compartió un paisaje del sur, muy al sur, desde su gran casa en un pueblo polvoriento de la Sevilla, en el que tías de mis tías sirvieron comidas sobre manteles blancos y limpiaron el polvo de la gran biblioteca que tenían, y que también se acumuló sobre los portarretratos de plata que colmaban las vitrinas. Moriría en Roma, mucho tiempo después de abandonar su clase social, de abandonar su patria, en el exilio terco de algunos artistas cuyos nombres se diluyen en la vorágine de datos que la historia que han escrito los vencedores ha sabido obviar.

Junto a Pedro Torrente, otros de destino confuso y doloroso: Félix Guipúzcoa, pintor que acabaría sus últimos días en la cárcel (primero de la derecha); Andrés Melchor Sainz, dramaturgo excepcional que murió en el frente de Teruel (de pie, con gafas, a la derecha); Manuel Jiménez Osorio, catedrático de Literatura en la Universidad Central de Madrid (primero por la izquierda), que acabó en un silencioso exilio estadounidense junto con Tomás Navarro Tomás, de quien fue amigo. Al fondo de la mesa, con aspecto maurista por su profusa perilla, el escultor Bernardo de la Parra, huido a París en plena contienda, donde moriría en compañía de la mujer que siempre estuvo a su lado.

El poeta andaluz posa con cierto aire de suficiencia. Sus más importantes obras, aún sin estudiar, vendrían después: sus versos inflamados de Versos para recordar el mar (1934) o sus rebeldes poemas de Sonetos contra la muerte (1936), marcados al ritmo del amor por una mujer, su musa, y cuyo papel en la obra del autor la crítica conservadora bien ha sabido silenciar: quizás porque este poeta, nacido en medio de la opulencia y el bienestar rural, un día decidió romper con la larga tradición familiar de golpe y miseria con la que los suyos se habían enriquecido desde tiempos imposibles de recordar. Es quizás el más joven de la reunión aquella en que se fundó el sindicato aquel, y su historia, sin duda, está por contar.

martes, 30 de octubre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXVII) - Los descampados urbanos.

(fotografía: archivo familiar)

Todas las fotografías son como un viaje, envuelven con la sorpresa de los lugares desconocidos a quienes miran como entrometiéndose por las puertas secretas de los caminos que se olvidan, en ocasiones. Y producen la sonrisa de reconocer en un paisaje el espacio que le corresponde también a un tiempo. Aquella tarde mi tía abuela Mo fue a buscar a mis hermanos al colegio (ambos con la cartera de los libros a lo "Cuéntame..."): alguien los fotografió y dejó, perenne, esa sensación de tránsito hacia no se sabe dónde, mientras ellos, los protagonistas, extáticos, pero con el movimiento de la vida, de los días que han transcurrido muy lentamente y que, sin embargo, no han transformado del todo los lugares, posan con sonrisas y el gesto serio de Jesús, a quien nunca le han gustado demasiado los retratos.

Ellos, bien es sabido, están distintos. Ella acumula conversaciones con mi abuela en el más allá de los buenos. Pero nada ha hecho cambiar aquel solar que sorprende en medio de mi barrio: vistas a un descampado, pequeños pisos de ventanas iguales que se asoman a los solares, esos que sólo les pertenecen a los barrios de la humildad y sus tabernas. Siguen aparcando allí los coches, aunque ahora dispongan de elevalunas eléctricos y parezcan estos otros prehistóricas piezas de museo: seats cientoveinticuatro, los ochocientoscincuenta, los mini aquellos que no era el puro diseño de hoy en día. No sé por qué los coches son el recuerdo imprescindible de cualquier infancia allá por los setenta; los coches y los solares donde se jugaba al “gua” y a la “verdu” con las rodillas sucias y las manos también. Después vendría el miedo a las jeringuillas (“Niño, ojo donde pones los pies y no cojas nada”) que dejaban los heroinómanos escondidas en los parques, y que las abuelas temerosas no terminaban de comprender nunca a cuento de qué pincharse era tan peligroso.

Pero los desérticos solares de las ciudades de entreguerras (la pasada y la que quizás algún día venga de nuevo, fantasma entre fantasmas, que rumian los ancianos en sus centros de acogida matinal o vespertina, ellos sí vivieron la primera) forman parte de la fisonomía de las ciudades dormitorio, de los barrios en los que nos hacinábamos sin piscina, ni ascensor, ni aparcamientos privados. Estaba el solar: garaje, campo de fútbol, atajo para llegar al autobús, camino del colegio… Lo eran todo, constituían la sustancia que se puede exprimir de los barrios y que aún podemos encontrar desangelados y sucios. Al fondo y haciendo esquina está todavía el bar El Rocío (en todos los barrios hay también un Rocío que ejerce de paráfrasis de la Andalucía emigrada); junto al bar, la tienda de la Sole, la panadera: “Anda niño y ve en ca la Sole a por el pan”, te decían mientras tu madre te ponía una moneda de duro en la mano y te daba la bolsa de tela verde para que metieses las crujientes barras con sabor de domingo. Algo tienen los solares desnudos que nos hacen recordar todo esto y muchas otras cosas más, mientras los coches cambian, las caras cambian y los trajes y los peinados, sometidos a la misma ley que, paradojas, hace idénticos e inmutables todos estos descampados urbanos donde ya no juegan los niños.

miércoles, 17 de octubre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXVI) - Los más viejos del lugar



(Fotografía: archivo familiar)

Resulta casi siempre llamativo observarse a uno mismo, impúdico, desde aquellas primeras fotografías que nos hicieron nuestros padres. Se vive, a menudo, tan aferrado al presente y, vacilantes, al futuro, que no nos percatamos de cómo hemos ido cambiando a medida que se han ido transformando todos los que están a nuestro alrededor. Ellos sí que parecen envejecer, encogerse sus cuerpos; pero no nosotros: nosotros nunca porque nos da miedo, supongo, habernos olvidado de todos los años intermedios y de sus matices, que han sido precisamente los que nos han de pasar la factura inevitable de lo que hemos sido, pero también seremos.

Apenas un año después de nacer, así era yo. Conste que éste no es un acto de exhibicionismo sino de introspección. En algún momento habría de llegar este día en el que me mostrase tal como era, tal como soy; porque es por estas fechas de hace casi treinta años en las que empecé a ser lo que actualmente sigo siendo. Dícese que éste pudo ser el comienzo de mi biografía, pero no el de mi historia, porque ésa, lejanísima, redunda en retratos aun más viejos.

¿Me reconozco? Sí, quizás conserve, aunque leve, algún vestigio de aquellas primeras facciones: la mirada, se defienden mis padres postulando que hay algo en ella que sólo a nosotros nos pertenece. Más entrado en carnes, con más pelo y miopía que aquí, puedo entreverme en este retrato, no como alguien que se extraña, sino como alguien que aún se reconoce y tiene el valor de hacerlo; pero tampoco es esto precisamente un heroísmo.

Después, sólo después se extiende la memoria: el árbol de mi calle que arrancaron, algún parque de Vallecas, instituto, Los Rodríguez, primer botellón de la historia, escuela infantil (que aún era colegio nacional), el Cambalache, un bobmarley, el Only You, Malasaña y el búho poco tiempo después, con el abono transportes todavía de color naranja; cinta de radiocasete, walkman, bicicleta heredada. Y así una enumeración ininterrumpida de objetos y lugares que tienden a ser los rescoldos leves de lo que fuimos pero que nos reconstruye y a veces reconforta. Lo que habría de venir más tarde es materia para otro capítulo de esta autobiografía que avanza en el tiempo haciéndonos perder la juventud o reconquistándola para siempre. Conviene recordar a los incautos: el ser joven es una enfermedad que se cura pronto, o por lo menos, eso dicen los más viejos del lugar.

(al alumno anónimo de mi tutoría, fiel lector de este blog)

lunes, 1 de octubre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXV) - Otoño en ciernes


(Fotografía: archivo familiar)

Ésta es, sin temor a equivocarme, la fotografía más feliz de mi autobiografía; y sin embargo, ni siquiera alcanza la categoría de recuerdo, sigue anclada al préstamo de las historias narradas, de los momentos recapitulados que no adquieren forma de imagen en movimiento, sino de esa extraña permanencia que tienen los retratos aún en el blanco y negro y de sus casi cuarenta años de vida.

Es mi familia: mi padre, mi madre, mis hermanos y mi abuela. No tiene ninguno de esos protagonistas rasgo alguno de infortunio o derrota; al revés, transmiten una felicidad sencilla de días semejantes los unos a los otros. Pocas veces he visto a mi abuela sonreír como lo hace en esta foto, olvidando el pasado entre turbio y cano de los años más difíciles, cerca de los suyos, celebrando una boda de la que todo el mundo duda: mientras mis padres barajan nombres, lugares y fechas que oscilan irremediablemente entre lo que no se puede recordar con la nitidez que tienen muchos de estos fotogramas.

Y digo que es una foto feliz, insisto en ello, aunque mi abuela ya no esté entre nosotros. Nos ha dejado, pese a ello, impresa su sonrisa en esta fotografía de una escena familiar sin más. Mi padres tan jóvenes, casi de mi edad, que se desdibujan también en la imprecisión de un presente en el que se conservan bien, pero que les ha dejado huella si se les compara su hoy de otoño en ciernes con las caras llenas de vida que tienen aquí, sosteniendo a mis hermanos, aún diminutos, con flequillos exactos y vocación de hacer entrañable la imagen.

Afirmo bien: otoño en ciernes, porque no quiero pensar en esa propensión a la vejez inevitable. Me quedo con esta familia en la que aún falto yo, todavía proyecto inexistente y resultado tardío: observador lejano de lo que no me pertenece, usurpador contemporáneo y solitario que no quiere caer en la melancolía. Debe ser que las familias crecen, los amigos se casan, empiezan a tener hijos, sin ser demasiado conscientes de que algún día a ellos también los observarán desde los retratos que aún quedan por hacer. Será quizás el otoño quien me entristece con sus tardes breves y prematuramente frías. O no.

domingo, 16 de septiembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXIV) - La matanza y los telediarios


(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Escribo estas líneas con el temor de que los defensores de animales salten sobre mí para aleccionarme con sus justas reivindicaciones, porque los protagonistas de esta fotografía celebran lo que a nuestros ojos contemporáneos y urbanos resulta desagradable, completamente hostil o inhumano. Dicen que quien ha escuchado a un gorrino gritar el día de la matanza (bien es sabido que cada cochino tiene su sanmartín, incluso los políticos) no puede evitar compadecerse del largo y agudo lamento del animal, con el que parece presagiar que quien lo agarra por las orejas y el rabo no lo hace para acariciarle el lomo, sino más bien para asárselo.

La matanza, que yo jamás he visto pero sí he oído relatar, adquiere las extrañas formas de una tortura bien meditada. A los pavos la tía Cónsola los emborracha y después de ajumarlos les retuerce el pescuezo, como a los pollos mi abuela, que cogiéndolos de la cabeza, con la brusquedad de su brazo al aire, mataba para luego quitarles las plumas con esmero. A los conejos, con un golpe en la nuca, mientras mi madre corría tras las gallinas, cuando era pequeñita, para saber con su dedo si venía el huevo con que hacer las jugosas tortillas de patata. En las ciudades y más recientemente (esto lo recuerdo como si hubiese sido ayer), se compraba el corderillo vivo y mi padre lo traía a casa sonriente; pasaba la noche en la terraza, y después, atado de un cordel, se paseaba hasta la carnicería de Lucio. La matanza, a finales de los setenta, comenzó a ganar en asepsia lo que perdió de ritual; aunque el animalito sirviese para llenar la barriga en nochebuena. Y para colmo aquellos momentos casi tribales se inmortalizaban, siempre destacando el tamaño del puerco o la ternura del ovino, con fotografías que uno no puede dejar de contemplar sin fruncir el ceño, como ésta.

Aunque muchos infantes creen que los huevos y la leche vienen del Carrefour, debido a la impersonalidad insustancial de las ciudades, a nadie le sorprende ver cómo los filetes se exponen ajenos a las torturas técnicas del hoy en día. No sería grato observar la matanza en el patio de nuestra casa o en la corrala, más por el pudor de los sentidos, que por la higiene que tanto traen y llevan las autoridades sanitarias. Sensibles ante los pavos borrachos y las vacas explotadas como obreros del campo, nos asuntan los chorizos recién embutidos más que los telediarios, que contemplamos con indiferencia mientras comemos profilácticamente un exquisito plato precocinado.

miércoles, 22 de agosto de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXXIII) - La fe de bautismo

(Fotografía: archivo familiar)


“Juzga y te juzgarán”, reza un versículo del librito que sostiene esta niñita entre sus manos, el día de su primera comunión. Y aunque sorprenda, sigue teniendo la misma carita, aunque eso sí, con cuarenta años más que en esta preciosa foto, en la que su protagonista, prima hermana mía, posa con flequillo aristocrático y un cierto aire entre cursilón años 60 y sisí emperatriz, pero del barrio de las Ventas, de donde es su padre, Folichi y el mío, Jesulín (ambos hermanos), y mi querida tía Petra (viuda de mi tío), que rozando la tercera edad no ha faltado ni un solo año a la cita telefónica de mi cumpleaños, y van treinta.

Difícil es juzgar esta década todavía a blanco y negro, en la que las hijas de albañiles como ésta, nieta también de la abuela Luisa (quien repartía una naranja entre siete en las nochebuenas antiguas), sirven de reflejo del agotador tiempo en que aún se rezaba el rosario y el ángelus sonaba por los viejos transistores.

Traigo a Tere aquí, la niña del retrato, vestida con su pomposo vestido de gasa, porque ella y su familia también forman parte de mi propia autobiografía: después sería mi madrina, quien me sostendría cabezón y sin pelos ante la pila bautismal tal y como una fotografía rescata aquella escena del olvido. Y parece en el fondo que el tiempo no ha sido tan duro con ella, porque sigue conservando su carácter jovial y aún se le puede reconocer si bien se mira a esta niña, que tiene como yo el rubito exactamente igual que el de muchos otros quiñones.

Perdió a una hermana: sin los avisos previos de las últimas dedicatorias. Pero parece ser que la vida le ha convocado para ser también feliz, que seguro que lo es viendo a sus hijos, conservando un matrimonio y contemplando colear, entre los achaques que también nos dignifican, a su madre, Petrilla, como la llama aún mi padre con su sonrisa de pícaro.

Caigo en la cuenta de que hace muchos meses que no la veo, ni a ella, ni a su marido ni a su madre. Tropiezo después con la vorágine de los días que corren sin cesar y que nos hacen transformarnos sin quererlo. Y no sé por qué, pero sigo mirando este retrato y sigo reconociéndola, cada vez más parecida: con su tiara majestuosa de diminuta princesita de Asturias, y después, estampando su firma sobre mi fe de bautismo, que en bendita hora, por cierto, me hicieron pasar por aquel trance.

jueves, 2 de agosto de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXII) - París y las almendras.


(fotografía: archivo familiar)

Esta foto está llena de ternura. O al menos es así cómo la miro, traída desde los años sesenta, todavía en blanco y negro, y en la que mi otro hermano, Jesús, sonríe igual de expansivo que lo hace todavía. La fotografía está tomada en la casa de mis padres, aquel piso que costó algo más de cien mil pesetas en el extrarradio de Madrid. El retrato muestra una felicidad inocente y contagiosa, quizás porque Jesús ya era el mismo que ahora. Y aunque en Madrid no hay mar, lo recuerdo con este cartoncito, porque lo vi por primera vez en San Sebastián con él, después de un viaje torpe y lento en los trenes de hace casi veinte años.

Más tarde, pero no mucho, también montaría en avión en su compañía, y después tomamos cerveza en Berlín y Praga, y paseamos por Oxford Street y por el Soho. Tomamos café en el Café de Nueva York, de Budapest, y en Viena y Salzburgo escuchamos música y fotografiamos el Danubio cuando atardecía. Amán nos pareció polvorienta, y Petra una clara muestra de que se puede atravesar el tiempo sin necesidad de ejercer la memoria.

Este niño de la fotografía también anda a revueltas con su trabajo (como cualquier persona inteligente y sensible). Le cuesta la monotonía y el aburrimiento, porque prefiere Iguazú a los somníferos rumores de una oficina, o buscar en los mapas lugares adonde huir, porque las huidas siempre tienen algo de sueños por cumplirse.

A veces no es feliz, me consta. Pero quien lo es a todas horas, sabemos los dos, es un imbécil a jornada completa, porque la felicidad es el estado utópico de los ignorantes, y los “felices” son ficciones petulantes que no saben mirar con acierto muchas cosas del mundo que amargan, como algunas almendras. Tampoco se congratula con el tópico “así es la vida” y se rebela.

Por lo demás, yo le explico que París es la ciudad más hermosa del mundo, porque él aún no ha estado allí, en ese remoto lugar tan cerca de su casa. Y se lo digo porque desde el Sacré Coeur se ven las cosas de otro modo.

jueves, 19 de julio de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXI) - El dieciocho de julio

(Fotografía: Vidal)

Esta fotografía, aunque no es mía ni de ningún otro archivo familiar, me pertenece tanto o más como si lo fuese, porque forma parte de ese patrimonio común del que todos los hombres somos partícipes. Nos pertenece, por tanto, como una herencia que oscila entre el conmovedor recuerdo y la historia que se escribe políticamente correcta en los libros, con sus letras de imprenta y sus pulcras imágenes.

No es mi fuerte acordarme de las fechas señaladas, ni onomásticas, ni aniversario alguno, pero estos niños hacen la instrucción hoy también, o ayer, como todos los dieciocho de julio, recuerdo ignominioso de lo que algunos se obstinan en olvidar: setenta años transcurridos son demasiados años sin justicia y, sin embargo, sigue siendo ayer, como se empeñaron en recordar los telediarios después de las noticias desastrosas sometidas al imperativo de lo actual: catástrofes aéreas en Brasil, muertos en Irak, desastres naturales en Ibiza, condenados a muerte en Irán y un siniestro etcétera de largas crónicas luctuosas. Se repasa el día con sus crespones negros y la anécdota es que ayer fue dieciocho de julio, o sea, fue, aunque siga siéndolo en las conciencias de muchos niños que siguen haciendo la instrucción: Ruanda, por ejemplo, Somalia, o más cerca aún: Colombia.

No debimos aprendernos bien la lección, banderitas al aire. Un padre sigue arriesgando la vida de su hijo en San Fermín, otro hombre vuelve a asesinar a su mujer; y todo, absolutamente todo, lo fulmina la actualidad de un día para otro. Quizás por eso hoy traigo a mi propia autobiografía el dieciocho de julio, un ayer pernicioso no sólo por lo perjudicial, sino también porque apenas es un titular del que hoy, un día después, nadie se acuerda.

Podría haber traído a colación algún que otro retrato en el que un protagonista familiar y con algún rasgo parecido a los míos aparece en el treinta y siete sonriendo o entristecido ante un fotógrafo anónimo. Pero el asunto no es sólo mío, sino también de otros muchos que deberían tomar nota y pararse a pensar. Y cómo será después de todo aquel pretérito perfecto de imágenes en blanco y negro, que también nos transportan a la ternura de una inocencia que, a pesar de la guerra, sigue siendo en esta bellísima fotografía inocencia. Feliz aniversario.

(A Gregorio, por su fidelidad)

miércoles, 11 de julio de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXX) - Las leyes y los zapatos viejos



(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)


Hay fotografías que, de repente, entristecen también como un viaje. Quizás porque los protagonistas han cambiado demasiado, o porque han desaparecido, o por ambas cosas a la vez. Este retrato me ha llegado desde el sur, desde aquellos lugares en los que las paredes encaladas resisten silenciosas el calor de las siestas y el paso del tiempo. Los lugares en los que al amparo de los gruesos muros blancos se busca la sombra mientras el calor atormenta canicular las tardes de verano.

Esta niña con los zapatos desgastados nos habla abiertamente de los años en los que el calor era aún más funesto y en los que las bestias convivían con las personas en el empedrado de los patios y en la paz callada de los corrales. Y contrasta la muchachita por el color negro de su atavío y la muñeca (quizás su única) que agarra para que también salga en la fotografía, como un personaje más, vivo y real, compartiendo el juego y el cariño. Cierto es que no es la primera vez que una niña aparece vestida de luto en esta autobiografía propia y prestada, pero resulta que no deja de sorprender, aunque me consta que no es más que el guión escrito de nuestras vidas antes de que fuesen nuestras. Alterando la cronología una vez más, los niños siempre parecen más antiguos que los propios recuerdos, y sobre todo si se les viste de negro.

Esta solitaria muchachita parece sobrevivir a pesar de las estrecheces. Y la traigo aquí no por ser quien es, sino porque es también un poco de todos nosotros (por si nos flaquea la memoria, como siempre) y de nuestros zapatos, y de nuestros calcetines, y de nuestros diminutos pueblos enclavados en medio del calor.

Paca, se llamaba así. Esta mujer, que dicen acopiaba cosas diminutas en la recámara de su casa, probablemente temerosa de que llegasen tiempos peores, es otra madre más, otra tía más, otra niña más indefensa ante el destino de segunda clase que les esperó a nuestros antepasados cercanos y fotografiados en el centro de su ruralidad que obstinados nos empeñamos en olvidar, no vaya a ser que nos confundan con quienes no queremos ser, aunque seamos.

Hablan de la memoria histórica, sin darse cuenta de que cuando empieza la historia es cuando acaba la memoria: error de quien nunca calzó unos zapatos tan gastados como los que luce esta niña; punto y a parte es la intrahistoria, que dijeran algunos, y que resulta ser aquí intrarrecuerdo, o sea, recuerdo del alma, es decir, abrillantador para sus zapatos demasiado dignos.

martes, 10 de julio de 2007

AUTOBIOGRAFÍA QUE SE ESCRIBE (SI LA TECNOLOGÍA LO PERMITE)

Queridos amigos y anónimos lectores. Por una avería en mi ordenador no podré actualizar el blog en algunos días. Disculpadme. Espero seguir en contacto con todos vosotros en un par de días, porque todavía tenemos muchas cosas que contarnos.

Un abrazo.

miércoles, 27 de junio de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXIX) - Los suburbios y el móvil.

(Fotografía: archivo familiar)


La dignidad del suburbio vecinal y humilde se ha perdido a ritmo de músicas extrañas (léase raggeton y bakalao). Hoy los coches tuneados de Vicálvaro, San Blas y Vallecas forman parte del paisaje urbano, y en ello han contribuido los muchachos que con sellos de oro en los dedos sueñan con el rugir de motores, con chicas ligeras de ropa (bueno, con eso hemos soñado todos) y expresan sus ideas sin graduado escolar con palabras entrecortadas y confusas (mazo, perico, tuto, rayarse, petar…).

Pero antes, la filosofía del extrarradio, antes de que llegase la heroína, era la felicidad sin contratiempos ni pretensiones, en la que una orografía de bloques idénticos de ventanas insulsas e iguales, se extendía hasta más allá de los límites en que la ciudad concluía con eriales y sembrados, absorbidos después poco a poco. Las chabolas se derribaron y se construyeron sobre sus endebles cimientos las ciudades y barrios dormitorio que sorteaban las vías de los trenes, la ropa tendida en los balcones y las calles aún sin asfaltar. Buena muestra de ello es esta fotografía en la que mi madre posa sonriente ante un bloque inhumano de viviendas estrechas y sin personalidad, en Vicálvaro, el barrio del que guardo los primeros, segundos y terceros recuerdos de mi vida. Viviendas y viviendas donde los parques y colegios inexistían porque los obreros de aquellas barriadas no tenían tiempo para pasear. Y lógicamente, habían de ser estrechas porque entonces tampoco se necesitaban demasiadas cosas para vivir, y vivir felizmente.

Hoy, los barrios lejanos, que se acercaban a Madrid en la vieja camioneta cuyo timbre para solicitar parada era una campanilla atada a un cordel, han dejado atrás los límites concretos de las grandes urbes para ser extrarradios integrados: o sea, tercer mundo que se codea con el primero, que lo observa y lo envidia y que lo quiere imitar.

Recuerdo que los chiquillos jugábamos en un patio rectangular de tierra, y las rodillas se nos ensuciaban. Y a eso de las siete, las madres (la mía también) gritaban desde los balcones el nombre de sus chiquillos con el castizo acento que ya no se oye por Madrid: “¡Pablito, sube pa arriba, que va a venir tu padre y no vas a estar cenao”. Y lo chavalines se retiraban con sus canicas, cabizbajos, con sus rodillas sucias y sus deseos de ser mayores para poder estar en la calle más allá de las ocho. Hoy hubiera bastado con una llamada perdida al teléfono móvil, ese modelo último con el que los niños ostentan ser sólo los vecinos pobres de quien dispone de garaje propio.

martes, 19 de junio de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXVIII) - Los viejos corrales


(Fotografía: archivo familiar Salces Valle)



Casi siempre el tumulto de la ciudad, sus ruidos, el trabajo y otras injusticias nos hacen vivir con una intensidad funámbula un presente impostor, que se consume al final de cada jornada, como si de un artículo en venta se tratase: nos devora el día a día, quizás sea eso, con la gula marcada a ritmo del reloj y la prisa. Y casi siempre se nos olvida, en este trance, que somos lo que fuimos. “Me paro a pensar”, sentenció un filósofo, porque de sobra entendía que en la carrera la reflexión o el recuerdo suelen perderse sin remedio.

Por eso traigo esta fotografía no tan antigua, pero con el mismo regusto de un tiempo que sin darnos cuenta se nos ha escapado, se nos ha perdido. Parece de un lejanísimo pasado, pero apenas tiene veintiséis años. Y sorprende, no por el tamaño desproporcionado de aquel conejo enjaulado que aparece en el centro de la imagen, sino porque África, mi compañía diaria, sólo tenía cuatro años y daba la impresión de escuchar la explicación de su queridísima abuela Paca con inusitada atención. Sin ajetreo, con el sonido del corral de fondo, con los añejos olores de las gallinas en el frescor de los amplios patios de su casa, la niña escuchaba casi emocionada una explicación que no recuerda, pero que nos transporta a los años en que los ancianos (mayores, como suelen decir allá en el sur, en Montalbán) no eran el viejo cacharro del estorbo que plantea un problema en vacaciones, sino sabiduría, amor por los más pequeños, ternura sobre ternura, en que la mujer vieja lo es porque lo es más su experiencia y no su edad.

Nadie sabría decir qué es lo que Paca le muestra a su nieta, pero hay una devoción mutua a medias entre la enseñanza y las ganas de saber. Está borroso el cartoncito, y la imagen aparece nublada, aunque brille un algo especial en la pose de Paca explicando con voz queda a su pequeña predilecta algún secreto de aquel corral, hoy tristemente derribado.

Ocurría mucho antes de que a los abuelos se les dejase abandonados en las gasolineras, mucho antes de que muriesen solos en sus pisos interiores de las grandes ciudades, mucho antes de que empezásemos a despreciar la experiencia y el amor en beneficio de la incredulidad y el consumo. Mucho, mucho antes… Antes incluso de que se inventasen las asépticas y costosas residencias de ancianos.

No es una mala fotografía, porque transmite la esencialidad de la comunicación entre personas y generaciones. También entre mundos diferentes. Y si está borrosa, si la imagen no se percibe con la nitidez digital de la que hoy disponemos, es porque este cartoncito se ha llevado durante muchos años en la cartera, quizás con la intención de que permaneciesen indelebles las palabras sabias que un día su abuela le dedicó en la paz umbrosa de los corrales viejos.



jueves, 7 de junio de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXVII) - Los yogures y la edad

(Fotografía: archivo familiar)

Sorprende la ternura de esta fotografía, especialmente hoy, cuando mi hermano mayor comienza la andadura de un nuevo año, superando esa edad que está en la frontera de la madurez, si es que esa frontera existe. El protagonista es Pablo, sonriendo con la mirada pícara de mi padre, subido a aquel viejo triciclo de metal que anduvo tanto tiempo dando vueltas por mi casa. Y éste es, como siempre, también el retrato de un tiempo; aquel en que los niños desconocían qué era un televisor o un videojuego; era el tiempo, dice mi amigo Justo, en que los yogures eran sólo de dos sabores: natural y de fresa; cuando el bífidus se desconocía y las botellas de leche eran eso, botellas, de cristal transparente que permitía gozar de la blancura incomparable de aquel alimento, hoy desprestigiado por el colacao y los kornflakes (¿se escribe así?); porque antes se consumía la leche en las esponjosas galletas maría de toda la vida.

Sorprende ver cómo ha cambiado también, cómo los años le han hecho engordar, crecer, casarse, tener una hija y así hasta un millar de cosas que han hecho de este cartoncito, conservado con el amor con que mi madre conserva ciertas cosas, un documento incierto del paso del tiempo, satisfactorio y hermoso. A veces, solemne; pero éste no es el caso.

Cuando niño, eso contaba su abuela como revelando un secreto inviolable, era el más guapo (amor de abuela, cierto), y sus ojos llamaban la atención por lo bonitos. Y debía ser verdad porque siempre lo llevaban como un pincel: con sus calcetines de cuadros, con los pantaloncitos cortos y peinado con ese flequillo que, imagino, aún tiene nada más despertarse y antes de ponerse ante el espejo. Porque hay cosas que no cambian, aunque se añadan velas a la tarta.

“Corazón de sandía”, le propuso como sobrenombre don Carlos, un imbécil gordo que se decía su profesor (así lo anido yo en mi memoria, porque también fue maestro mío), porque Pablo era tranquilo, a pesar de las chiquillerías propias de la edad, y también lo sigue siendo, atento a su afición filatélica que le hace llevar tras de sí una polvareda de sellos antiguos y valiosos, y que soportan su esposa, Henri, y la hija de ambos, Paula, con la paciencia con que él indaga, busca, compra y selecciona los dichosos timbres de hace un siglo o más.

Mira uno esta fotografia con cariño, porque todavía hubo un tiempo en que las sonrisas infantiles eran eso, sonrisas, dignas de ser perpetuadas, aunque en aquel año setenta todavía tuviésemos razones los españoles para estar tristes. Pero de eso Pablo aún no tenía ni idea, él, que por ser el primero, decidieron bautizarlo con el nombre de nuestro abuelo, del padre de mi madre, como testimonio de que aunque haya quien nos deje, arrastran consigo algo que no acierto a decir cómo se llama.

(A Pablo, por su cumpleaños)






domingo, 27 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXVI) - El Día de la Victoria

(Fotografía: archivo familiar)

Rescato esta fotografía hoy porque soy de los que piensa que la historia provoca, en ocasiones, flacos favores al presente. Mi padre hacía la mili lejos de Madrid y posaba en este retrato de juventud, con gesto serio, subido a un acorazado antiguo, americano, de los que, paradojas de la vida, ayudó a liberar París, cuando se había ensombrecido la luz de sus calles, cuando los tejados de zinc brillaban menos y había allí quien decía aún “no pasarán” como el grito inevitable de los que se sentían victoriosos en el país vecino, que aunque no resultaba ser su patria la tomaron como modélica forma de esperanza compartida.

Aquí, en Madrid, se comenzó a gritar ese eslogan mucho antes, y lo hizo quien no pensó jamás en que fuesen a entrar con aquellos camiones cargados de gente hambrienta; no iban a entrar pero resulta que entraron cuando ya la fuerzas flaqueaban, aunque París resistiese en la lejanía indeleble de los mapas a sus propias invasiones futuras. Y digo, rescato esta fotografía porque entraron entonces y lo hicieron para quedarse.

Lo que ocurre es que las armas cambian; me explico. Reconquistan las ciudades y sus montes, así se expresan ellos, pero ahora con asfalto, soterramientos, amantes fraudulentas y a golpe de talonario (particular fusil de quien objeta de demócrata si se le acusa de imbécil). Flacos favores hace la historia; más bien robustos diría mi padre, si al menos comprendiese por qué los campesinos, los que recogen la basura que otros echan, los que cimentan o encofran, los que conducen el autobús desde que amanece, los que aprecian los libros, los que inmigran desde remotos lugares, los que hacen colas buscando un médico o los que aún siguen doblando la cerviz ante el amo deciden aplaudir con ánimo animoso a quien un día entró y parece haberse quedado de por vida. Debe ser la patética costumbre española de lamer la mano de quien se jacta de que nos da de comer, y no arrancársela de un revolucionario mordisco (ya está bien).

Es difícil comprender las realidades de ahora. Era más simple aprehender las de antes. Da la impresión de que por tener chalé u hormiguero en el que refugiarse, automóvil comprado a plazos, tarjeta de crédito o tipos de interés a la espalda fuese mejor seguir amando al amo que nos esclaviza: polución, corrupción, gallardón y un largo etcétera agudo esgrimido con la mano derecha, la misma que usaban los capataces para golpear a nuestras abuelas si paraban a secarse el sudor de sus frentes. Y tengo más sinónimos: rascacielos, partidos de fútbol televisados, videoconsola, bussines, market, desencanto, lacoste y pantalón de pinzas (porque sigo creyendo en la relación entre ética y estética).

En fin, me callo para que disfruten hoy otra vez del día de su victoria, si es que han perdido alguna vez. El juicio ya lo han hecho muchos muchas veces. Pero ojo, cuidado porque las victorias emborrachan como el mal vino. Espero que ningún borracho piense que aquí, en la capital, todos nos vestimos de goyescas para celebrar el día en que han vuelto a pasar para quedarse, como entonces.



domingo, 20 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXV) - Las deudas contraídas


(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Sorprende aún ver por las calles de Madrid y por las de otras ciudades más pequeñas, pero no por eso menos arraigadas en antaños amarillentos, las sonrisas infantiles envueltas en tules blanquísimos o en trajecitos de marineros (o de generales de navío), que aquí en la capital, parecen extraviados en busca de un puerto, luciendo el extraño rito del tránsito hacia la edad adulta, que aún tardará en venir años. También colorean las calles vestidos lustrosos de bodas principescas y los sobrecitos con regalos en metálico que serán sustituidos por teléfonos móviles y videojuegos obsesivos. Y todo ello suele ser síntoma de que llega la primavera, porque mayo suele llenar las iglesias con niños que comienzan a comulgar y a tomar el tren de las inevitables tradiciones.

Mucho tiempo atrás, la pobreza diseñaba trajes sencillos (angelitos o hábitos de blanco, por prescripción parroquial igualitaria); los presentes eran caramelos, plumas estilográficas brillantes pero baratas y diarios nacarados y afeminados como el que yo mismo recibí el día de mi primera comunión, y que quizás me animó a la escritura beatífica y libre de pecado. Entonces, cuando nuestras madres cumplían con el rito sacramental obtenían unas vagas esperanzas de salvación y de bondad. Pero ni aquellos recuerdos al borde del ridículo nos han hecho reflexionar hoy en día sobre las necesidades infantiles ni las verdades del cuerpo y del alma.

Las niñas, parece, siguen queriendo ser princesas; y los niños (marineros en tierra con cruces de Santiago también), protagonistas ficticios de regalos inverosímiles y caros, que poco tienen que ver con la caridad y el amor cristianos, aunque eso sea otro asunto bien distinto. Faltarán sólo tres años para que olviden tanta buena intención de apostolado y se adentren en el canuto y el botellón (sanísimos para el alma más que para el cuerpo) y sólo tres años más para que se hipotequen de por vida en las soluciones habitacionales y cuartos interiores sin más luz que la de las bombillas; aunque estas menudencias son poco comparado con recibir el cuerpo del Señor; que volverá a redimirnos de nuestros pecados, pero no sé si también de nuestras deudas contraídas con Banesto.

miércoles, 9 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXIV) - Las voces del más allá


(Fotografía: archivo amistoso García Laguna)

Me llegan prestadas y por correo fotografías extrañas, que no me pertenecen y hago propias, de algún bicho de ciudad extraviado que quiere recordar a sus padres o un tiempo, quizás, donde el progreso se llamaba trabajo, jugarse la vida, llevando desde las urbes a los últimos pueblos que la historia de España había olvidado el mundo de la civilización, de los cables, de la modernidad, que permitirían escuchar las voces imposibles de los emigrantes y exiliados, de los que se marcharon un día lejos (Argentina, Suiza, Australia…), y acercarlos aunque sólo sea desde la impersonalidad borrosa de una voz en un teléfono.

Dicen que se talaban los pinos más rectos, y que Valsaín, paraje que prestó su madera igual para los barcos de Felipe II que para los postes de telégrafos, quedó esquilmado por la necesidad de escucharnos. Los árboles sin hojas, enclavados en las polvorientas cunetas de Castilla, traían, entre nieblas y continuas interrupciones, a los hermanos y a los maridos, a los hijos que hacían la mili; traían también las malas noticias, siempre con esa forma particular que tienen de sonar los teléfonos, y también las gratas nuevas y las sorpresas, la felicitaciones distantes de los amigos, que nos hicieron ser un poco más felices, al precio de transformar nuestro paisaje en un laberinto de árboles sin ramaje en que descansar a su sombra.

Ahora, en los tiempos de la banda ancha (que no es una orquesta numerosa), han tropezado con el olvido los que con un salario escaso hacían el riesgoso trueque de su vida (andamios, postes, piquetas escarbando en las profundidades de la tierra…). Éste era el precio de la modernidad, de la civilización que nos permitía ser más civilizados, más urbanos, engañosamente mejores que antes éramos, aunque sigamos mirando los españoles de hoy con incredulidad el hecho de que una imagen, una voz o Internet viajen en el diminuto cable de la microciencia ficción de nuestros días.

¿Dónde están? ¿Quién los ha visto? Han pasado como los años, y ya ni se ven, aunque gocemos todavía con el recuerdo de lo que un día, en silencio, hicieron por todos nuestros padres. Y nosotros sin saberlo.

lunes, 30 de abril de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXIII) - El anónimo heroísmo

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)


Todos ellos tienen un punto de heroísmo anónimo, por el que, sin duda, también ha pasado el tiempo. Esta fotografía quizás tenga el mismo regusto dulceamargo de otras, que, como ésta, fueron hechas hace casi medio siglo. Cincuenta años, apenas, recordados como en otras ocasiones desde la licencia que otorga el recuerdo prestado. Era entonces cuando los campos de fútbol no tenían césped ni había grandes estadios de hormigón. Tampoco retransmitían las hazañas deportivas por la televisión, porque aunque inventada, muy pocos eran todavía los hogares en que este electrodoméstico interrumpía las conversaciones de la cena o la comida.

Cuenta mi padre, que antes, en los solares prestados del ayuntamiento, los niños hacían pelotas con trapos que nunca botaban pero que, sin embargo, tenían una milagrosa y esférica forma que si no mundiales, permitía a los chiquillos improvisar un partido de fútbol en las siestas. En los pueblos, el equipo de fútbol (Club de Fútbol Montalbeño) daba el prestigio que nunca darían a sus villas sus alcaldes ni patronos. Tenían la sana confianza en el deporte, en la competencia y en el sudar la camiseta a cambio del preciado gol saboreado después con la fiesta de las cervezas frías, sin más. Entonces acudían los vecinos el domingo por las mañanas, posiblemente después de la misa, a ver los partidos con el nudo en el estómago, con los nervios a flor de piel, para festejar cómo unos y otros se peleaban por el humilde uno a cero del primer tiempo en casa.

Ocurría mucho antes de que los futbolistas fuesen de esas estrellas a las que sólo les brilla la billetera y el peinado de moda. Ninguno de estos muchachos fotografiados esquivando el polvo de los campos de fútbol pobres, jamás pensó en triunfar con sus viejas botas y pantalones y camisetas demasiado desgastadas por su uso. Se jugaba por amor a sus pueblos y a sus novias, que los miraban desde la grada improvisada, como el acontecimiento más grande de sus vidas. Y aquello les honraba y les daba las vitaminas necesarias para llevar a cabo la gesta de vencer al equipo de Puente Genil.

Ahora estas fotografías se guardan entre tantas otras que han pasado al silencio de los recuerdos antiguos. Porque llegaría la Liga de los millonarios, de los talonarios, de los árbitros y los corruptos constructores y recalificadores de terrenitos. Hoy mismo, escasean los campos de fútbol, porque se prefieren los de golf, verdísimos incluso en las ciudades, quizás porque meter aquella diminuta pelota blanca en un agujerillo es menos sudoroso y cansado que pelear por la honra sobre un campo de tierra. Y es que hasta para eso, hay diferencias.

miércoles, 18 de abril de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXII) - La LOGSE y el Sagrado Corazón de Jesús

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

No me equivoqué cuando afirmé que en todas las familias hay un recuerdo escolar como éste. Las hermanas y hermanos solían fotografiarse a la vez, con el Sagrado Corazón de Jesús presidiendo desde el fondo (y sus paredes desconchadas) la lenta tarea de un aprender a regletazo limpio y un recordar de memoria las listas interminables de los grandes hombres que habían hecho de nuestra patria la envidia universal y el centro de una ficticia raza entera de niños que, como estas dos muchachitas, se dejan seducir por una sabiduría que se impone por las universales fuerzas de dios y demás zarandajas. Pese a todo y a tanta responsabilidad, la Niña Dolorcitas y su querida hermana, Toñi, con trenzas de cuento, esquivaban el estudio con los dolores ficticios de tripa, porque es mejor mentir que recibir tirones de orejas, quizás porque nunca fue verdad que la letra entrase con la sangre, sino más bien sólo el miedo, para helarla.

Esta fotografía, tomada casi treinta años después de que mi madre agarrase su librito de cuentos infantiles, es tan parecida a la anterior que, sin temor a repetir una imagen o un recuerdo, sobresale desde su propia nostalgia para decirnos que nada había cambiado desde entonces. Porque la tristeza de las clases frías en invierno y temerosas del enfado divino continuaban ejerciendo la docencia como si la trinidad misma hubiera opositado a maestra con sus iras y todo.

Después, cambiaría el mundo hasta que las calles de las ciudades y los pueblos se hicieron tan ruidosas como los largos pasillos de las escuelas. Y se impuso el griterío infantil y malcriado sobre la sensata voz de los maestros y profesores de segunda enseñanza. Se retiraron los sagrados corazones y se pusieron retratos de monarcas elegidos a dedo entre silencios que, dicen, nos mejoraron como país. Y así, hasta hoy en que sólo falta que le traigan café caliente a los niños, para que mojen las magdalenas del desayuno sosegados, sin preocuparse de pasar a segundo de bachillerato, aunque no sepan ni por dónde anda la derecha (la mano, me refiero).

Salvo honrosas excepciones, la historia sólo tiene baches para los automóviles viejos y pobres. Eso, según hacemos el camino de nuestra marcha, lo vemos a diario en las escuelas de entonces y en los institutos públicos de hoy; pero los muchachos no tienen la culpa, sino los que mandan construir así las carreteras.

(A mis queridos alumnos de 2º de Bachillerato de Vallecas, mañana universitarios)
(A Justo)


lunes, 9 de abril de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXI) - El sonido oxidado


(Fotografía: archivo familiar)

Ya no se oficiaban las misas en latín, pero esta fotografía tomada poco después de que comenzasen a decirse en la lengua de Cervantes, resulta tan añeja como otras más antiguas. Aunque la misa había perdido su voz divina desde 1960, esa que ni entendían los dictadores iletrados de antaño, los ritos de la fe española parecían sobrevivir a la misa tridentina y conservaban aún la estoica paciencia de los que aceptaban que los matrimonios eran de por vida y de la confesión inconfesable de quienes sofocaban, entre susurros más pecaminosos todavía que sus propios actos impuros, su pecadillos de a diez. Entonces, cuando se dejó de declinar el cuerpo de Cristo, las radios se apagaban en señal de duelo y los televisores rendían con su silencio un reconfortante sabor de casa antigua, vestida con mantilla y todo, en Semana Santa. Las viejas del barrio antes de poner un pie en la calle se persignaban, no por temor a los ladrones de bolsos sino por confianza en que dios también salía con ellas al mercado de San Antón, en busca de las sabrosas manzanas del pecado, porque la carne sin bula estaba tan prohibida como el placer.

Fue en esta época, cuando se casaron mis padres, ambos de espaldas en este retrato de su boda. El párroco de la Iglesia de San Lorenzo, recitó los versículos del santo sacramento matrimonial, sin embargo, en la lengua del Imperio, o sea, en el clásico español de Lavapiés, que mis padres entendieron a la perfección. Y resultó ser para toda la vida el matrimonio que aún sustentan entre los inevitables achaques de la vejez y la tozuda resistencia a ser ancianos. Pero el tiempo pasó: y ni siquiera Lavapiés es Lavapiés, dicen los agoreros de las funestas manías de las pérdidas y la degradación de la raza. Todavía quedan quienes se obstinan en recordar lo que fuimos, y no hacen por pensar en lo que seremos el día de mañana, siempre en decadencia.

Paradojas del tiempo: tampoco entenderían los dictadores sofisticados de hoy en día el latín de las misas (más sofisticados, pero igual de iletrados), ni la sobrecarga excesiva de los altares y retablos. Pese a todo, todavía se escucha el oxidado sonido de las campanas en Madrid, llamando extrañamente a la misa en los domingos o recordando que se recitan aún letanías a los que nos han dejado para siempre. Eso se escucha desde los balcones de mi casa, igual que el sonoro ronroneo artificial de otras músicas de barrio, importadas desde vaya usted a saber dónde. Así todo, la iglesia sigue igual: al final de la calle de la Fe y pintada de color salmón. Poco ha cambiado de eso, salvo el latín.


viernes, 30 de marzo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XX) - La pequeña propaganda


(Fotografía: familia Valle Bascón)

Bien mirado medio siglo no es más que la edad madura de los hombres de hoy: cincuenta años, a los que habría que restar los primeros de la vida, ese lugar adonde la memoria se resiste aunque aquellos acontecimientos no sean menos nuestros que los de ayer mismo. Pues bien, algo más de cincuenta años solamente tiene esta fotografía de técnica esmerada, que sirvió de pequeña propaganda de un dictador pequeño. Porque aunque en aquellos años el hambre era lo único que no escaseaba, y el campo se debatía entre la sequía y los barbechos, Rafalito, que así me cuentan que se llama el protagonista de este retrato, fue modelo de robustez española, de sanísima infancia rolliza y bien alimentaba, a pesar de las carencias y las vacunas. Tanto sorprendió la fornida y oronda presencia de este recién nacido, que hubo quien juzgó que habría que mostrárselo a esa media España hambrienta, por si cabían dudas. Y fue en el NO-DO donde se hicieron eco de la semblanza hermosa y nacional de este bebé que nunca pensó que sería postal y anuncio en todos los cines del país.

Siempre ha sucedido así: bien por unos o por otros (y aún sigue ocurriendo), los más indefensos tienden a ser las víctimas sin delito de los que además, por desgracia, suelen ser los vencendores. Probablemente, este buen hombre, amigo y familiar de mi familia, no lo recuerda o lo hace explicándolo con aquello que durante toda la vida le han contado entre las bromas y las palabras sinceras de los hombres de campo. Bien alimentado y con una mirada impropia de un bebé, trasciende desde los lejanos tiempos en que aún yo no había nacido, cuando la salud, si escaseaba, solía ser desgracia familiar segura. Pero no fue el caso. Rafalito conserva la energía merecida del trabajo y del aire sano (que también escasea) en nuestros días. Quizás porque el terruño siempre ha sido más saludable que las tercas ciudades dormitorio.

domingo, 25 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIX) - La estufa de carbón

(Fotografía: archivo familiar)

En todas las familias hay recuerdos como éste: el retrato de escuela, de quien tuvo que dejar sus estudios de “bolsillo pobre” a los trece años, para enfrentarse al trabajo y a su máquina de coser. Testigos de aquellos años de mala escuela son sus letras abigarradas y las faltas de ortografía que comete cuando escribe. Y no puede evitar sonrojarse por ello, aunque compense sus dudas sobre letras con la agilidad que tiene en las multiplicaciones y restas, en las que siempre destacó. Por eso yo, quizás inconscientemente, decidí romper esa maldición familiar de error gramatical y mala caligrafía.

La escuela se vendió, después de la guerra, como el gran mérito de un fiasco entrometido entre sotanas y hábitos. Y cuentan que a los zurdos se les ataba la mano a la espalda para que no escribiesen con la izquierda: la izquierda, la dichosa mano de la suciedad y el infierno. O al menos aquello suscitaban los libros en tres colores y los dibujos infantiles: que dios era tan benévolo como esos dos individuos de los retratos que, a un lado y al otro del crucifijo, recordaban las heroicas cruzadas contra los zurdos, aquellos que cogían el lapicero con la mano inadecuada. Mi madre, por su parte, pudo librarse de aquella tortura indigna, porque su mano diestra no se libró de un catarro mal curado que se la dejó paralizada de por vida.

En las escuelas escaseaba el amor y sobraba el palo. Y los mapas antiguos, como ese que está detrás de mi madre (Imperio Ruso, Imperio Chino, Regiones Heladas del Sur…), compensaban la poca geografía con un credo recitado de memoria ante pupitres con tintero, mal caldeados por una vieja estufa de carbón en invierno.

Mi madre sostiene con ahínco su libro “Lecturas y dibujos”, y aunque tampoco sintió devoción por el estudio, cuenta que las monjitas decían de ella que era aplicada y buena, aunque no se libró del golpe de regla sobre la punta de los dedos, ni tampoco del desprecio de quien tuvo la misión caritativa de enseñarle a leer, a pesar de ser la hija de quien se confundió de mano para escribir. Sonríe; parece que esboza una ligera sonrisa ladeada: exactamente la misma que tiene hoy mirando esta vieja fotografía que creíamos perdida. Ha cambiado el tirabuzón por el peinado de peluquería y algo de tinte que disimula sus canas, pero sigue siendo ella la muchacha de este retrato, que como tantos otros, ha preservado sin querer la dignidad de quien tuvo que sobrellevar la escuela gris de los lunes con hambre.

(A Carlota, por su fidelidad extranjera, pero cercana)


sábado, 17 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XVIII) - Historia de un coche

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Entonces era todo un acontecimiento; los chiquillos arremolinados detrás del vehículo lo perseguían tras su estela de humo y el tableteo del viejo motor, haciendo resonar las paredes y los escaparates de las tiendas de novedades. Aún las calles estaban adoquinadas, porque nunca nadie pensó que los carros tirados por los burros un día fuesen sustituidos por los vehículos a motor; esos ante los que las mujeres ancianas se persignaban, como si fuese el demonio quien fuese dentro de ellos. Pero no era el demonio, sino el lejano primo Paco, que no sin cierto aire de jactancia se paseaba por las calles de Linares, sin ocultar los beneficios de su ínfimo negocio de pasteles, que a todas luces era boyante comparado con el de la siega y los braceros, que peleaban cara al sol el sustento de las generaciones venideras.

La llegada del automóvil era un síntoma extraño y ambiguo de modernidad. Quien era poseedor de un coche (ruidoso, incómodo y molesto) adquiría la prestancia que jamás hubiera podido conseguir si no hubiese empleado algunas miles de pesetas de entonces en comprarse un viejo ford como el de la fotografía. Eso fue al principio, porque después aquel estruendo se matizaría y pasaría a llamarse “haiga”, nombre que aludía en los pueblos a los coches de los terratenientes, a los brillantes automóviles alargados que sólo podían circular por las calles más anchas. Llegaron estos automóviles mucho antes incluso que los tractores, porque a nadie importó salvar a los mulos de sus estertores ni al hombre de su cansancio. Ambas cosas eran lo mismo para quienes sabían blandir el látigo a los mozos de las cuadras con la misma soltura que ordenar que alguien arranque el automóvil con el esfuerzo de la manivela.

Después vendrían los plazos, las letras, los créditos, los seiscientos, las vespas y los SIMCA 1000, esos que vagamente recuerdo en mis primeros años de infancia. Seguía siendo el acontecimiento social de los pobres por excelencia la llegada de un nuevo automóvil al barrio. Mientras el propietario orgulloso abría el portón para que observasen las vecinas el estampado de la tapicería y la amplitud del portaequipajes (éste era el nombre anacrónico del maletero), los niños nos inflamábamos de envidia por no poder tener uno como aquél. Después los tranvías cederían el paso a la impronta automovilística. Y de ahí al atasco, apenas medió una década.
(A Stephan, porque se lo prometí y se lo merece).

lunes, 12 de marzo de 2007




AUTOBIOGRAFíA (XVII) - Otras banderas


(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)



Ésta es una fotografía en doble blanco y negro. Llega a nuestros días como un regalo cargado de la memoria de lo que fuimos. Dobles blancos y negros y el óxido de un tiempo en que las costumbres no se cimbreaban. Aunque duela, éste es el retrato de la terca obstinación de la moral, de las primeras filas y de las segundas, y a un mismo tiempo de la engolada España de las bandares, esas mismas que los nostálgicos agitan aupándose sobre la triste amalgama de los colores viejos. “Érase una vez unas niñas de luto que se colocan al final de la fotografía”, podría ser el comienzo del cuento de la vieja España que renquea, a pesar de todo, en su pasillo de toriles y timbales (aunque siga habiéndolos que piensan que debemos seguir ondeando banderas añejas).

La más querida tía de mi compañera de este viaje sin retorno y su abuela materna bien pueden ser resumen de aquello (una sujeta su muñeca con el indisimulado temor de que alguien se la quite; la abuela Dolores, aquí niña de apenas cinco años, mira con carita rigurosa al fotógrafo que sujetó la vieja cámara sobre el antiguo trípode pesado de madera). Prosa, al fin y al cabo, que no hace justicia al trabajo de las maestras rurales, ni a la amarga imagen de esas niñas enlutadas que parecen viudas antes de tiempo.

Cerril, gris, obtuso y confuso. Así era nuestro país en las épocas de las hambrunas y las capillas repletas. Pese a todo, esa maestra sonríe con la satisfacción de una ideóloga que ha llevado hasta el pueblo más alejado del mundo las vocales y los números del uno al diez, o sea, la libertad y la esperanza, aunque se haya sumergido para ello en el mundo anquilosado de la España a punto de ser rescoldo y vaga humareda de fraternidad. Nadie ha visto ondear banderas como éstas en las manifestaciones del españolismo tardío de unos cuantos, porque quizás nos hubieran recordado a todos las miserias que sufrían los que fueron víctimas de palios y de palos.

Pese a todo, la fotografía conserva la hermosura indeleble de la infancia a la que debemos nuestro pan. Es posible que con esto baste.

martes, 6 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XVI) - Benidorm, 1961


(fotografía: archivo familiar)



No hay razón por la que esta fotografía no pudiera incluirse aquí, en esta autobiografía desordenada como la memoria. Mi madre la guardaba con la extraña obstinación de quien guarda un tesoro, pero no es más que una amarilleada postal que varias amigas suyas le enviaron en el verano de 1961. El viejo cartón se asomaba con la timidez de quien no quiere ser descubierto entre el grueso de otras fotografías y las esquinas rotas de los sobres donde, sin orden ni concierto, los retratos antiguos se agolpan, intentando huir de sus respectivos pasados y nostalgias. Y la incluyo aquí porque no deja de ser el documento excepcional de una lenta destrucción, que nos afecta como las canas o las futuras arrugas en la piel o los nietos.

La postal, firmada por Fani y Juanita, relata lo irrelatable de unas vacaciones al borde del paraíso: “Querida Loren, esta es la playa donde nos bañamos a diario, esta es la más bonita de todas”, o lo era; porque la descripción veraniega de estas dos muchachas que vieron el mar por primera vez aquí, cuando los bikinis eran un extranjerismo abyecto; las rubias, seres venidos del más allá y el turismo hacía sus estragos licenciosos intolerables para la bronca moral de los españoles, no hubiera podido darse hoy. ¿Quién podría imaginarse que esta postal es de Benidorm? Por supuesto, antes de que arruinásemos las costas con la militancia del ladrillo, la opulencia sin sentido y el baratillo inhóspito de hoteles verticales. Sorprende porque aún se ve el monte con su monte bajo, y el cielo, aunque a blanco y negro, se insinúa azul entre casas pequeñas, derruidas con el ahínco del zaplanismo y la democracia liberal. Es más: aún en este macilento cartoncito de hace más de cuarenta años, se aprecia el mar, que ya es.

Quien lo ha visto y quien lo ve podría hacerse cruces. Ecologismos aparte, lo peor de todo no han sido los rascacielos de cristal y hormigón, sino el cómo hemos cambiado pensando, sin temor a tropezar con la estulticia, que hoy estamos mejor, aunque seamos menos felices. Un buen amigo mío, Pruden (quien ya tendrá su correspondiente capítulo autobiografiado, subido en un burro y perseguido por cabritas), afirma con el gracejo del andaluz sabio y buen observador: “El urbanismo es la política sensorial de la que se carece”. Y él, que yo sepa, jamás estuvo aquí, ni fue testigo tampoco de cómo Fani y Juanita chapoteaban en el mar aquel, durante el caluroso verano de 1961.

domingo, 4 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XV) - Desde 1900

(Fotografía: archivo familia Valle Bascón)



Esta otra fotografía ha llegado hasta mí por casualidad, desde las lejanas tierras donde se matizan los atardeceres entre tonos malva, sembrados de olivos en hileras interminables. Interminables como si fuesen metáfora del tiempo en que se hicieron esta y otras fotos, allá por el 1900, o incluso antes, por las tierras del secano perenne y el polvo agrio que huele a trabajo por el lejío, entre las eras esforzadas y los cortijos.

El protagonista, solamente familiar mío en lo humano, pero distanciado de mí por kilómetros y kilómetros y por la sangre, cumplía sus obligaciones con las quintas y echaba de menos a su novia, a quien dedica en el reverso de esta fotografía hecha postal las hermosas palabras del cariño distanciado. Cronologías aparte, cumple aquí con su ejercicio de testigo de los años en que se perdió Cuba, de los años en que aún Alfonso XIII malgobernaba un país al borde de la guerra: todo ignorado, todo arrastrado con las mismas tempestades que ciegan a los hombres y sus cosechas.

Posa como un aristócrata, como un general (purito en mano y con el bigote hirsuto y engomado, decimonónico con su pantalón a rayas, sus botas viejas y su quepis lustroso), pero no es más que sólo un hombre más aparentando buena hombría y hechura a su prometida, aquella que trabajó en el campo y que luego sería madre de la más querida de las tías de una muchacha que se bañaba en un barreño al sol, cuando pequeña, y quien también siguió trabajando en las eras como una maldición bíblica y sospechada.

Este retrato, conservado con el esmero de quien todo lo guarda creyendo que conserva un fragmento de alma cada objeto, viaja saltando desde la vieja infantería a nuestros días de borroso humo y cambio climático. Sin saber, tampoco, don Miguel que forma parte de los fantasmas que se llaman recuerdo si agravio.

domingo, 25 de febrero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIV) - Lavapiés o el cuarto mundo


(Fotografía: archivo familiar)



Es imposible pensar que el tiempo no pasa: imposible en las personas, en sus trajes, en sus zapatos, en la inocencia que se pierde igual que transcurren los días, sin apenas darnos cuenta. Pero el tiempo permanece anclado, sin saber muy bien por qué, en las aceras que pisamos y en los adoquines que pueblan las ciudades todavía. Este retrato (ambas tías mías, primas de mi madre, de orígenes tan humildes como rurales, lejanamente distanciadas por cómo las arrastraría la vida a cada una de ellas) se hizo en Lavapiés, adonde llegaron todos los que tuvieron que venirse hasta Madrid en busca del sustento y la esperanza: emigrantes, hijos de emigrantes y emigrados desde la misma felicidad que un día pretendieron, exactamente como hoy.

Y es que si uno pasea por aquí, calle de la Fe o del Ave María, Calvario o Tres Peces, tiene la sensación extraña de la orfandad heredada, del exilio obligado por la pobreza de siglos, esa que parece haber pertenecido siempre a los mismos. El barrio sigue sucio, y quien lo conoció antaño recuerda los corrillos a las puertas de los viejos portales enmohecidos y a las costureras que volvían a sus habitaciones alquiladas en la sagrada hora del regreso hernandiano. Así era entonces la vida de quien tuvo que venirse a Madrid con la habilidad de su costura o de otros oficios en busca de los cuscurros de pan que allá, en la llanura espesa de la Mancha, resultaba difícil hallar si no era con el trabajo del campo seco y otros sudores.

Cuentan también que el domingo Lavapiés y el Rastro eran un hervidero de niñas de pueblo. Ruralidad visitando Madrid, sus churrerías, y pagando el vino fresco de las bodegas agrias de Cuchilleros junto a los novios, encorbatados en el intento de ocultar la modestia de sus trabajos. No ha pasado el tiempo por este barrio, aunque hayan pasado por él generaciones de hombres sin historia o sin apariencia de recuerdos.

Todo es diferente, afirma quien vivió aquí en los años amargos de la paz impuesta a golpe de fusil. Quizás porque es imposible pensar que el tiempo no pasa. O porque, sin más, los serenos han desaparecido de Madrid y las muchachas de pueblo se han convertido en el cuarto mundo de este presente también en blanco y negro. El silencioso cuarto mundo de la miseria importada y extranjera, que nos mira con mutismo nuestra opulencia sin raíces.

jueves, 22 de febrero de 2007


CUMPLEVIDAS

(a Sofía, pequeñísima)

(Fotografía: África Salces)


Este día diminuto, microscópico,
veintidós del dos, resulta ser tu cumplevidas,
el primer día en que verás
árboles y atomóviles ciudad arriba.
Este día y no otro, marcado en los calendarios,
minúsculos igual que tú, señalados,
empezarás a reconocer, ojos abiertos,
la luz del mundo con sus noches y todo.

Resulta que nos has visitado para siempre,
después de tanto tiempo, como siempre
desde el extraño trayecto del no existir
(o sólo a medias).

Y hoy, en tu llegada de primer viaje,
traerás en tu maleta un cielo sembrado de cipreses,
o amapolas rojas y sencillas (¿quién lo sabe?).

Bienvenida, solamente.