lunes, 30 de abril de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXIII) - El anónimo heroísmo

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)


Todos ellos tienen un punto de heroísmo anónimo, por el que, sin duda, también ha pasado el tiempo. Esta fotografía quizás tenga el mismo regusto dulceamargo de otras, que, como ésta, fueron hechas hace casi medio siglo. Cincuenta años, apenas, recordados como en otras ocasiones desde la licencia que otorga el recuerdo prestado. Era entonces cuando los campos de fútbol no tenían césped ni había grandes estadios de hormigón. Tampoco retransmitían las hazañas deportivas por la televisión, porque aunque inventada, muy pocos eran todavía los hogares en que este electrodoméstico interrumpía las conversaciones de la cena o la comida.

Cuenta mi padre, que antes, en los solares prestados del ayuntamiento, los niños hacían pelotas con trapos que nunca botaban pero que, sin embargo, tenían una milagrosa y esférica forma que si no mundiales, permitía a los chiquillos improvisar un partido de fútbol en las siestas. En los pueblos, el equipo de fútbol (Club de Fútbol Montalbeño) daba el prestigio que nunca darían a sus villas sus alcaldes ni patronos. Tenían la sana confianza en el deporte, en la competencia y en el sudar la camiseta a cambio del preciado gol saboreado después con la fiesta de las cervezas frías, sin más. Entonces acudían los vecinos el domingo por las mañanas, posiblemente después de la misa, a ver los partidos con el nudo en el estómago, con los nervios a flor de piel, para festejar cómo unos y otros se peleaban por el humilde uno a cero del primer tiempo en casa.

Ocurría mucho antes de que los futbolistas fuesen de esas estrellas a las que sólo les brilla la billetera y el peinado de moda. Ninguno de estos muchachos fotografiados esquivando el polvo de los campos de fútbol pobres, jamás pensó en triunfar con sus viejas botas y pantalones y camisetas demasiado desgastadas por su uso. Se jugaba por amor a sus pueblos y a sus novias, que los miraban desde la grada improvisada, como el acontecimiento más grande de sus vidas. Y aquello les honraba y les daba las vitaminas necesarias para llevar a cabo la gesta de vencer al equipo de Puente Genil.

Ahora estas fotografías se guardan entre tantas otras que han pasado al silencio de los recuerdos antiguos. Porque llegaría la Liga de los millonarios, de los talonarios, de los árbitros y los corruptos constructores y recalificadores de terrenitos. Hoy mismo, escasean los campos de fútbol, porque se prefieren los de golf, verdísimos incluso en las ciudades, quizás porque meter aquella diminuta pelota blanca en un agujerillo es menos sudoroso y cansado que pelear por la honra sobre un campo de tierra. Y es que hasta para eso, hay diferencias.

miércoles, 18 de abril de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXII) - La LOGSE y el Sagrado Corazón de Jesús

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

No me equivoqué cuando afirmé que en todas las familias hay un recuerdo escolar como éste. Las hermanas y hermanos solían fotografiarse a la vez, con el Sagrado Corazón de Jesús presidiendo desde el fondo (y sus paredes desconchadas) la lenta tarea de un aprender a regletazo limpio y un recordar de memoria las listas interminables de los grandes hombres que habían hecho de nuestra patria la envidia universal y el centro de una ficticia raza entera de niños que, como estas dos muchachitas, se dejan seducir por una sabiduría que se impone por las universales fuerzas de dios y demás zarandajas. Pese a todo y a tanta responsabilidad, la Niña Dolorcitas y su querida hermana, Toñi, con trenzas de cuento, esquivaban el estudio con los dolores ficticios de tripa, porque es mejor mentir que recibir tirones de orejas, quizás porque nunca fue verdad que la letra entrase con la sangre, sino más bien sólo el miedo, para helarla.

Esta fotografía, tomada casi treinta años después de que mi madre agarrase su librito de cuentos infantiles, es tan parecida a la anterior que, sin temor a repetir una imagen o un recuerdo, sobresale desde su propia nostalgia para decirnos que nada había cambiado desde entonces. Porque la tristeza de las clases frías en invierno y temerosas del enfado divino continuaban ejerciendo la docencia como si la trinidad misma hubiera opositado a maestra con sus iras y todo.

Después, cambiaría el mundo hasta que las calles de las ciudades y los pueblos se hicieron tan ruidosas como los largos pasillos de las escuelas. Y se impuso el griterío infantil y malcriado sobre la sensata voz de los maestros y profesores de segunda enseñanza. Se retiraron los sagrados corazones y se pusieron retratos de monarcas elegidos a dedo entre silencios que, dicen, nos mejoraron como país. Y así, hasta hoy en que sólo falta que le traigan café caliente a los niños, para que mojen las magdalenas del desayuno sosegados, sin preocuparse de pasar a segundo de bachillerato, aunque no sepan ni por dónde anda la derecha (la mano, me refiero).

Salvo honrosas excepciones, la historia sólo tiene baches para los automóviles viejos y pobres. Eso, según hacemos el camino de nuestra marcha, lo vemos a diario en las escuelas de entonces y en los institutos públicos de hoy; pero los muchachos no tienen la culpa, sino los que mandan construir así las carreteras.

(A mis queridos alumnos de 2º de Bachillerato de Vallecas, mañana universitarios)
(A Justo)


lunes, 9 de abril de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXI) - El sonido oxidado


(Fotografía: archivo familiar)

Ya no se oficiaban las misas en latín, pero esta fotografía tomada poco después de que comenzasen a decirse en la lengua de Cervantes, resulta tan añeja como otras más antiguas. Aunque la misa había perdido su voz divina desde 1960, esa que ni entendían los dictadores iletrados de antaño, los ritos de la fe española parecían sobrevivir a la misa tridentina y conservaban aún la estoica paciencia de los que aceptaban que los matrimonios eran de por vida y de la confesión inconfesable de quienes sofocaban, entre susurros más pecaminosos todavía que sus propios actos impuros, su pecadillos de a diez. Entonces, cuando se dejó de declinar el cuerpo de Cristo, las radios se apagaban en señal de duelo y los televisores rendían con su silencio un reconfortante sabor de casa antigua, vestida con mantilla y todo, en Semana Santa. Las viejas del barrio antes de poner un pie en la calle se persignaban, no por temor a los ladrones de bolsos sino por confianza en que dios también salía con ellas al mercado de San Antón, en busca de las sabrosas manzanas del pecado, porque la carne sin bula estaba tan prohibida como el placer.

Fue en esta época, cuando se casaron mis padres, ambos de espaldas en este retrato de su boda. El párroco de la Iglesia de San Lorenzo, recitó los versículos del santo sacramento matrimonial, sin embargo, en la lengua del Imperio, o sea, en el clásico español de Lavapiés, que mis padres entendieron a la perfección. Y resultó ser para toda la vida el matrimonio que aún sustentan entre los inevitables achaques de la vejez y la tozuda resistencia a ser ancianos. Pero el tiempo pasó: y ni siquiera Lavapiés es Lavapiés, dicen los agoreros de las funestas manías de las pérdidas y la degradación de la raza. Todavía quedan quienes se obstinan en recordar lo que fuimos, y no hacen por pensar en lo que seremos el día de mañana, siempre en decadencia.

Paradojas del tiempo: tampoco entenderían los dictadores sofisticados de hoy en día el latín de las misas (más sofisticados, pero igual de iletrados), ni la sobrecarga excesiva de los altares y retablos. Pese a todo, todavía se escucha el oxidado sonido de las campanas en Madrid, llamando extrañamente a la misa en los domingos o recordando que se recitan aún letanías a los que nos han dejado para siempre. Eso se escucha desde los balcones de mi casa, igual que el sonoro ronroneo artificial de otras músicas de barrio, importadas desde vaya usted a saber dónde. Así todo, la iglesia sigue igual: al final de la calle de la Fe y pintada de color salmón. Poco ha cambiado de eso, salvo el latín.