jueves, 25 de diciembre de 2014


AUTOBIOGRAFÍA - Marzo invernal




Cómo escapar de una ciudad asediada sin salir de ella es lo que siempre me pregunto en estas fechas de digestión excesiva y estribillos monárquicos. Hay en la Corte un parque cuyo nombre le hace más que justicia. Es bueno retirarse a él en estas fechas, pasear por el limo blando y sedoso de las últimas hojas caídas y mirar hacia la desnudez de las ramas más altas. El tiempo acompaña estos días en Madrid: una primavera fría y adelantada, un silencio de siesta inédita en la ciudad más ruidosa del mundo. Y así, entre los umbríos senderos sin gente ni mascotas, solo así, es posible firmar un breve armisticio con la vida.


El descanso de estos días, apartar los problemas cotidianos con el televisor apagado para evitar el rosario de noticias sin sustancia y repetidas, es tan vivificador como un paseo atardeciendo, mientras el aire en la cara te despeja del despropósito led que las administraciones despilfarradoras y una ciudadanía cada vez más idiota aplaude con cara de embeleso. Estos días no he entrado a El Corte Inglés, ni me he hecho fotografías bajo los abetos eléctricos patrocinados, ni he reivindicado la felicidad a la que cada año invitan perfumes y grandes almacenes, marquesinas de autobús y galas televisivas.

Pero ni siquiera me he rebelado contra eso. He pasado estos días sin la animadversación de otros años y he redactado mi particular tratado de paz con el mundo y les he dejado hacer a quienes suscriben en estas fechas esa insulsa farándula vertiginosa de compras y empujones. He mirado el cielo luminoso y blanquecino, el sol reverberando en el gris de las ramas sin follaje, la bruma húmeda y escarchada cuando cae la tarde con una lentitud de una respuesta que no se espera; me he sentado después a descansar en un banco junto a un camino y he pensado en lo idiota y placentera que es la sensación de sentirse apenas un rato fuera de las luchas cotidianas y de las obligaciones salariales.

Y así, con un paseo en mi bicicleta de segunda mano, decidí esperar, igual que el árbol hendido espera, otro milagro, como decía el poeta, de la primavera, en este feliz marzo invernal. Os deseo a todos una feliz naturaleza. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

AUTOBIOGRAFÍA: El azar y las medias vidas




Cuando se rozan ciertas edades, hay algo que ya por fin puedes decir: que conoces a alguien desde hace más de una década, o que media vida llevas compartida con ese alguien, que un día, como sin quererlo, cumple cuarenta años, sin que haya parecido, paradójicamente, haber pasado el tiempo desde aquel momento ya perdido en que lo conociste.

Quizás el azar también tenga que ver con esto mismo, no con la memoria, sino con ese devenir extraño al que estamos atados. Situaciones hay para cada encuentro, o para cada vida: nadie podría haberme dicho nunca que un periódico sensacionalista, cutre, corrupto y malintencionado podría depararme tanta amistad. Repito, es el azar, y también las faltas de ortografía. De esas hablaré en otro momento.

Más o menos así le ha ocurrido a mi amigo Mario: lo conocí en una redacción ya hará quince años. Se marchó. Me marché. Nos marchamos con el buen sabor de boca de habernos hecho amigos  y de la que hoy es su mujer. Y como si nada, la vida ha continuado con sus altibajos de fondo: trabajos, estudios, charlas, café y después el mejor editorial de sus biografías: o sea, la felicidad de su hijo, la continuidad en el tiempo y la misión exploradora  que sigue siendo la vida.

Después de otros cuarenta años, que no son pocos, sino los justos más o menos para poder decir de alguien que lo conoces desde hace mucho, es curioso, pero tal vez sigamos recordando el elemento azaroso que se entrometió en nuestra vida. La fotografía que ilustra este post, en estos tiempos en que Marte está más cerca de la Tierra, es solo un jeroglífico sencillo para evitar la publicidad que pudiera hacerle a un medio de comunicación en tiempos tan confusos como los que corren. De ellos, tenemos la fortuna de ser testigos. Era otra época, sí, pero cuanto somos se la debemos a ella también, y lo agradezco. Estamos aquí para contarlo. 

(A Mario, por su 40 cumpleaños)

viernes, 24 de octubre de 2014

AUTOBIOGRAFÍA:  I.E.S Palomeras-Vallecas.

(fotografía: Tubos Borondo, archivo personal)

Todas las ciudades pierden esa sustancia que aparece en los libros y en las guías de viajes cuando bordean su suburbial materialidad, y se convierten, sin quererlo, en una exacerbada manifestación de extrarradio. Si por casualidad se habitúan los ojos, se corre el peligro de que pasen desapercibidos estos lugares que, envueltos ya en cotidianidad, pero bien mirados, son un ejemplo de su carácter.

Este es el paisaje que miro de frente cada día. Ruinas superpuestas en las ruinas de una sociedad que ha descendido más allá de los impredecibles límites de su propia decadencia. Estas casi son las vistas desde el lugar en el que a diario intento explicar quién cojones fue Lorca o Neruda. Así se ve el mundo desde donde lanzamos los mensajes que deberían animar a contemplar el futuro desde el ángulo del que siempre se mira la belleza. Pienso en el Monet o en el Rembrandt que nunca podrán explicar bien los profesores de historia, y en la suma de ecuaciones en que se inspira la magia del álgebra, ante una ciudad que se descorazona chabacana.  

Este es el paisaje en el que a diario, desde hace casi diez años, me busco entre los que poco o nada hacen por querer mejorar el mundo y que, sin embargo, contemplan sus propias ruinas con la ambigüedad caritativa de educar a los pobres que no se merecen un parque, aire limpio, ciudades humanas y menos porquería entre las que mejorar sus destrezas estadísticas. Esas, las estadísticas, solo le interesan a los políticos de la tan traída y llevada casta y a los profesores de la casta, que se permiten el lujo de perder portátiles confundiendo aquello de lo público y lo privado, amparados en las sombras del poder que les concede fines de semana de tres días. Muchos no han hecho nada más en sus vidas que mimetizar su alma con este insulto urbanístico: deshacerse de responsabilidades con la vida, y comprender que el trabajo de los demás solo hace más fácil el suyo, mientras nos miran con desprecio, insultan de soslayo al tiempo que se hacen las víctimas y se apoltronan en la vulgaridad que solo les sabe hacer a ellos más vulgares. 

Y los demás solo parecemos un ejército de ingenuos, porque intentamos buscar en las palabras y en el amor el consuelo de los dignos. Mientras devoran con opulencia su tarta en un festín ibérico, los que aún creemos en lo que hacemos, ante futuros juicios sumarísimos (España suele abonar así sus odios atávicos), seguimos queriendo cambiar el mundo, aunque sea solo un poco. Una fábrica abandonada bien podría ser nada más que una metáfora, pero es sencillamente algo peor. 


domingo, 24 de agosto de 2014

AUTOBIOGRAFÍA. Rascacielos



¿Rascacielos?, se preguntaba Miguel Hernández mirando hacia arriba los edificios de la Gran Vía de Madrid. Y se respondía: "Rascaleches", ante la soberbia humana que aparece en el mito de Bebel, porque no se puede llegar al cielo desde nuestra minúscula existencia. Y, sin embargo, lo parece; da la impresión de que se puede llegar al cielo, de que si no al cielo, sí se pueden tocar las nubes en las ciudades que uno deja impresas también en sus biografías. No al cielo, pero sí muy cerca, en las urbes que fueron creadas allá por los años veinte y treinta, con las grandes avenidas que solo se pueden encontrar después de muchas horas de viaje. 

Es difícil decir lo que se siente cuando uno se encuentra en el centro de aquellos lugares, donde las razas se mezclan y la vieja Babel se materializa en carteles luminosos, en frenéticos cruces de calles que viven a la sombra de los edificios más altos del mundo. Es un reto a la curiosidad asomarse desde una planta noventa y cuatro, y ver desde allí una humanidad diferente que deambula sumergida en su ingenuidad que bebe en vasos de papel. Lo miro con la distancia de un vagabundo en Michigan Avenue, que en su negritud, extiende su brazo agarrando un cartón pintarrajeado en que me intenta explicar que es un homeless. 

No te reconcilias con el mundo viendo cómo cada cual camina con su indiferencia a cuestas, mientras inmensos muros de cristal y acero hacen del espejo en que cada hombre debería mirarse para comprender que sus diferencias son menores que las que puedan imaginarse. 

Y sí, también es grato comprender que Picasso o Monet pensaban eso mismo, cuando pintaban sus calles de París o sus madres agarrando a sus hijos y es en aquellas ciudades en las que ahora se pueden ver sus cuadros. Hay algo de soledad impresa también en las pinturas que llenan los museos de esas ciudades. Hoper o Pollock nos lo dicen con su equilibrio nostálgico o con la rabia desatada. Ambos son la dos caras de esos paisajes urbanos por los que el extranjero se fascina.

Un murmullo no deja dormir: no te sientes descansado nunca, agota la contaminación de los ruidos, de las palabras que pertenecen a una lengua extranjera, y ni siquiera los parques frondosos apaciguan el rumor de gentes que pasean, compran, trabajan y malviven en aquellos lugares, en los que, de fondo, sientes oír entre el resto de sonidos desordenados a Duke Ellington. Me quedo con él, por si existieran dudas.  







sábado, 12 de abril de 2014

AUTOBIOGRAFÍA - La crónica


(Fotografía: Carlos García Laguna)

Sin quererlo uno tiende a veces a encontrarse triste, abandonado en un mar laboral de zopencos y zopencas adultos, en ciudades frías y enormes, en rincones sombríos donde la sensibilidad es una ausencia, como el amor, como el tiempo en su dialogante tránsito. Y otras, por el contrario, algo nos hace olvidar todo, incluso que un jueves es día laborable  o que las distancias se dejan de nutrir con el imperativo de los trenes de alta velocidad (que debería ser horizontal, y no alta).

Eso sentí, que todo fluía en un tierno vaivén de amigos y caras familiares, nombres que me seducen en recuerdos o me apetece pronunciar con la suavidad con que se acaricia a un ser querido. Dejemos estos episodios para las biografías, por tanto. Había extraños también, pero todos juntos parecían una sola persona, un agradecido amigo colectivo, que decide acudir en la más calurosa tarde de una primavera recién comenzada a celebrar la literatura. Así fue la presentación de Los papeles de Madrid, en el inmejorable escenario de la Librería Antonio Machado de Madrid, en el Círculo de Bellas Artes. Estuvo Inma haciendo de anfitriona, y Antonio también. Respaldado, por consiguiente. Es difícil notar en momentos como estos que existe el tercer mundo, la desolación atómica o el riesgo de un tsunami.

Se aparca la historia, la vida y después comienza a encontrarse un atisbo de refugio en los libros, en la imaginación. Y es una especie de flotar ingrávido lo que uno llega a percibir en los pies o en la sonrisa de quien decidió acudir al acto más hermoso del que he sido testigo desde mi propio nacimiento (que, francamente, no recuerdo). No sé si es posible cambiar el mundo con los libros, con las palabras, con los amigos. Lo que sí puede conseguirse es cambiar los calendarios, acelerar los relojes y que todo parezca un sueño.

Mi agradecimiento. No sé cómo decirlo de otro modo. Millones de agradecimientos a todos los que estuvisteis, al otro lado también de la mesa y escuchasteis nuestras palabras. Digo bien, tuve por primera vez conciencia de escritor, aunque el editor hiciera pellas. Conciencia de escritor al escuchar mis palabras en las palabras de Inma Chacón, que estuvo generosa dedicándonos su tiempo y leyendo un fragmento de la novela, que no es otra que la vida que quiero seguir compartiendo con todos los que el pasado miércoles estuvisteis y/o no estuvisteis por algo inesperado que os lo impidió. Estáis todos en mi lista de nombres que recordaré, en la precisa agenda donde anoto los buenos recuerdos. 

sábado, 25 de enero de 2014

AUTOBIOGRAFÍA - Esperar nunca fue indigno.


(fotografía Á.S.)

Cuando uno vive en el paraíso personal de haber publicado su segunda novela, tiene las ganas de seguir escribiendo, sobre todo. Sin embargo, cuando acaba otra novela que ya espera corrección, relectura y reflexión, siente el extraño vacío de la pérdida de ese paraíso. Desterrado de nuevo, es difícil no sentirse en los comienzos del tiempo y de la historia. Una pila de folios aguarda nadie sabe qué y comienza una vez más la búsqueda de editor, de editorial o de concurso. Mi escepticismo crece, no lo puedo ni quiero evitar, y atormenta pensar que estas otras vidas pueden quedarse por el camino de otras muchas, guardadas en un cajón o solamente perdidas en el olvido.  

Es la primera vez que escribo una vida prestada. Una historia que no es la mía. Yo solamente tropecé con la vida de Oswaldo y esta, que me ha llevado muchos meses de insomnio, es su biografía: me la ha ido contado poco a poco durante infinitos días de encuentros y de entrevistas. El libro se lo debo a él íntegramente. Solo queda que se abra alguna puerta, que alguien quiera leerla para comprender por qué los fantasmas que llevamos dentro a veces nos hacen ver las cosas desde ángulos imposibles o inimaginables.

Me consta que están hartos de manuscritos: amontonados los he llegado yo a ver en editoriales, que permanecen cerradas como si estuvieran en unas prolongadas vacaciones de verano o hasta nuevo aviso. La crisis, el copago editorial, distribuciones tontas, editores sin demasiado interés, traducciones de otras lenguas, supuestos best-sellers o simplemente jugadores profesionales, que trampean con las ilusiones de escritores incautos, pueblan el panorama literario español en ese submundo del "he escrito un libro y quiero publicarlo". Que no cunda el pánico, pero hoy en día ni a Márquez le hubieran leído un manuscrito, porque prefieren publicar novelas de vampiros. O, en el mejor de los casos, le hubieran ofrecido una coedición, como mucho. Publicar es estrechar los círculos, entablar lazos, hacer vida social, nada más: estar en el circuito. A veces, lo menos importante es qué escribir o cómo hacerlo. Que un libro esté publicado no significa ni siquiera que sea una obra decente, solamente que su autor se haya sabido mover como pez en el agua editorial.  

Aquí tengo los folios amontonados en una pereza de sábado por la tarde con frío. Nunca he sabido qué hacer llegado a este punto de la historia. Terminada una novela, uno experimenta el paroxismo de la indefensión. ¿Qué hacer?, ¿por dónde continuar? Se lo llegué a preguntar a Oswaldo, siempre atento, y ni siquiera él me supo responder. Supongo que como otras novelas, tendrá que esperar en el cajón de los papeles revueltos a que una casualidad la saque de su paciente sombra.

Los hay a miles: grandes y buenos escritores, escritorzuelos, novelistas ventajosos, buenos poetas y poetillas del tres al cuarto, mediocres listos y listos muy mediocres, arrivistas de todo pelaje, honestos escritores y deshonestos subidos de tono y desinhibidos con la tontuna del Instagram. Todavía no sé en qué categoría meterme, y difícilmente lo sabré. Espero a las puertas de una tercera oportunidad, como si aguardara con mi cartilla de racionamiento que me den un kilo de café o de azucar; y esperaré hasta que me toque otra vez y hasta que el frío de este sábado se calme un poco y empiece a entrar la primavera, que siempre es mejor que el invierno, con mi tercera novela bajo el brazo. Nunca esperar fue indigno.