martes, 6 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XVI) - Benidorm, 1961


(fotografía: archivo familiar)



No hay razón por la que esta fotografía no pudiera incluirse aquí, en esta autobiografía desordenada como la memoria. Mi madre la guardaba con la extraña obstinación de quien guarda un tesoro, pero no es más que una amarilleada postal que varias amigas suyas le enviaron en el verano de 1961. El viejo cartón se asomaba con la timidez de quien no quiere ser descubierto entre el grueso de otras fotografías y las esquinas rotas de los sobres donde, sin orden ni concierto, los retratos antiguos se agolpan, intentando huir de sus respectivos pasados y nostalgias. Y la incluyo aquí porque no deja de ser el documento excepcional de una lenta destrucción, que nos afecta como las canas o las futuras arrugas en la piel o los nietos.

La postal, firmada por Fani y Juanita, relata lo irrelatable de unas vacaciones al borde del paraíso: “Querida Loren, esta es la playa donde nos bañamos a diario, esta es la más bonita de todas”, o lo era; porque la descripción veraniega de estas dos muchachas que vieron el mar por primera vez aquí, cuando los bikinis eran un extranjerismo abyecto; las rubias, seres venidos del más allá y el turismo hacía sus estragos licenciosos intolerables para la bronca moral de los españoles, no hubiera podido darse hoy. ¿Quién podría imaginarse que esta postal es de Benidorm? Por supuesto, antes de que arruinásemos las costas con la militancia del ladrillo, la opulencia sin sentido y el baratillo inhóspito de hoteles verticales. Sorprende porque aún se ve el monte con su monte bajo, y el cielo, aunque a blanco y negro, se insinúa azul entre casas pequeñas, derruidas con el ahínco del zaplanismo y la democracia liberal. Es más: aún en este macilento cartoncito de hace más de cuarenta años, se aprecia el mar, que ya es.

Quien lo ha visto y quien lo ve podría hacerse cruces. Ecologismos aparte, lo peor de todo no han sido los rascacielos de cristal y hormigón, sino el cómo hemos cambiado pensando, sin temor a tropezar con la estulticia, que hoy estamos mejor, aunque seamos menos felices. Un buen amigo mío, Pruden (quien ya tendrá su correspondiente capítulo autobiografiado, subido en un burro y perseguido por cabritas), afirma con el gracejo del andaluz sabio y buen observador: “El urbanismo es la política sensorial de la que se carece”. Y él, que yo sepa, jamás estuvo aquí, ni fue testigo tampoco de cómo Fani y Juanita chapoteaban en el mar aquel, durante el caluroso verano de 1961.