(fotografía: archivo familiar)
Quien vea esta fotografía, pensará si lo digo, que es una fotografía que da la impresión de tener un siglo. Pero apenas treinta años restan el hoy de aquel ayer en que retrataron a mis hermanos, tan serios, enfundados en sus babis de rayas y con esa carita de alumnos de antaño. Y si digo que lo digo lo diré: por aquellos años, mis padres pagaban los libros de texto a plazos, y conservaban los plumieres de un año para otro, y se esforzaban por que las viejas carteras de cuero y hebillas que llevaban mis hermanos estuviesen en buen estado para el nuevo curso. Por supuesto, esto ocurría antes de que se inventaran esas sofisticadas mochilas con rueditas que tostonean las aceras de las ciudades y los pueblos, y también mucho antes de que los padres de hoy renueven a sus hijos cada septiembre como si fuesen escaparates de Elcorteinglés.
Yo no había nacido aún, estaba a punto, quizás ese mismo enero de aquella vuelta al cole sin síndromes postvacacionales ni sesudos psicólogos. Pablo, dicen, era tan despistado que perdía los lapiceros, con su parsimoniosa actitud frente a la vida que todavía conserva. Jesús debió de ser más rebelde: y cuenta mi madre casi con apuro cómo un día le dijeron que pegó un chicle a su compañero de pupitre en el pelo: a bien se solucionaría con una simple regañina (cosas de niños, dirían…) y con un buen corte de pelo para su vecino. Y hablando del pelo: ¿cómo no impresionarse con tan solo ver estos peinados con flequillo que tiende al infinito que lucen mis hermanos?
Septiembre entonces, cuando se despedía el verano sin preámbulos, y el aire agitaba las ramas del árbol aquel de mi calle, avisando de que llegaba el otoño, no era un mes triste aunque regresábamos a los horarios y a los abrigos y a los pantalones largos. El patio de mi casa y el desolado descampado frente a la panadería de la Sole se vaciaban muy despacio de críos, y se cerraban las ventanas porque el calor se marchaba sin prisas pero sin oscilar, en las noches templadas ya de octubre en las que también regresaba el pijama.
Visto después, el colegio al que yo iba no tenía el pasillo tan largo como en el recuerdo de aquellas vueltas al cole, ni las clases ni sus filas de pupitres de madera con el agujerito para el tintero, tan inmensas como aún las veo. El escenario, salvo su tamaño en la memoria (todo lo rememorado crece) parece haber cambiado poco, aunque sí los protagonistas. Siguen las paredes de aquel colegio pintadas del mismo modo, y siguen también algunos profesores de los que entonces nos enseñaron a leer. Y los niños en estas fotografías, esperando que el descampado se vacíe y haga frío otra vez, como entonces, como apenas solo treinta años aunque parezcan muchos más…
3 comentarios:
No seré yo quien corrija al escritor, pero tampoco seré quien se quite años. Los apenas treinta, no son tales, más bien treinta y cinco son los cabales. No habías nacido, se te pierden las fechas, se te perdona el descuido.
Observese que no se me cae el pelo, siempre tuve el mismo, poco.
Un beso hermano.
Jesús.
Se echa de menos la foto del autor con semejantes años. Haberla, seguro que la hay. Un saludo.
Mario
Un flequillo "que tiende al infinito", jaja, déjame aplaudir tu tino, es lo que he querido decir siempre que veo mis fotos de la infancia, pero nunca me ha salido. Es como una gregería: "El flequillo de los escolares tiende hacia el infinito." Muy bueno Luis, muy bueno.
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