miércoles, 21 de octubre de 2009

AUTOBIOGRAFÍA (LI) - Tirano y okupa


Las anécdotas también forman parte de las autobiografías, porque muchas veces, más de las que nos imaginamos, son reveladoras de ciertas actitudes humanas, y poseen por ello una mayor trascendencia de lo que a simple vista pudiera parecer.

La foto no hace justicia a lo que por detrás de ella se puede encontrar. Y he aquí la anécdota que no solo lo es: al regresar a casa después del trabajo hemos comprobado atónitos cómo el Ayuntamiento ya ha empezado a montar el triste espectáculo de despilfarro lumínico típico de todas las Navidades. Pero esta vez, la zarigüeya burocrática de Gallardón ha decidido joder un poco más de lo habitual. Por el decreto treinta y tres (o por el cincuenta y cinco, de sustanciosa rima) ha decidido montar el teatrito de los quinientos mil euros anuales en gastos absurdos también en mi calle, o sea, que va a instalar bombillitas de colores también frente a mi balcón. El asunto sería solo grave dicho así, pero, además, el olímpico alcalde se toma la libertad de atar en MI balcón un cable que mantiene tirante la instalación donde un camello ridículo o una estrella patética de bombillas perturbará la paz de mis días y también de mis noches. Y lo ha hecho sin nuestro permiso. Nadie nos preguntó ni nadie quiso saber qué era lo que pensábamos al respecto. Quizás debieran descontarme la parte proporcional del impuesto sobre bienes inmuebles que religiosamente pago, o tal vez pagarme una cuota en concepto de alquiler. Gallarón se ha convertido también en un okupa, invadiendo mi casa sin que nadie reparara en nosotros, sin ni siquiera la deferencia de solicitar amables nuestro permiso, aunque mi respuesta, fuera cual fuera, nada le importase.

Este personaje triste, el padre de la deuda de la M-30, el okupa también de La Cibeles, el que pretende cobrar a cada ciudadano más de noventa euros como impuesto de basura, cobrándonoslo dos veces, el alcalde que no crea escuelas infantiles y el regidor que ejerce el liberalismo invadiendo uno de los dos balcones de mi casa para gastarse nuestro dinero en tiempos de crisis, lo ejerce en un sentido más que literal, radical: entiende la libertad como ese ejercicio hipócrita, autoritario y vergonzoso de pensar que “libertad” es hacer lo que se le pone a uno en los cojones.

Y por último: se me ocurre que de los suyos propios, es decir, de sus cojones, podría colgar las bombillas luminosas, y no de mi balcón como si fuera el suyo. Lo triste es que como borregos hay quien acepta rumiando y sin pensar las directrices de los que ejercen su poder con la seguridad de que nadie va a decirles nunca no. Y así nos va: está bien dejarnos robar incluso el balcón de nuestra casa, ya nada más que robarnos, porque ni dignidad nos queda cada vez que asentimos como torpes merinos al todo vale de los que nos gobiernan, o piensan que su cargo es vitalicio y de esos también hay muchos. Atajo de golfos. Digámoslo con la castiza piedá con que ellos nos tratan.




domingo, 20 de septiembre de 2009

AUTOBIOGRAFÍA (L) - La belleza artificial
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(Fotografía: África Salces)

Se regresa de las ciudades que uno conoce por primera vez con la vaga sensación del sueño, como si un resorte onírico se activase para protegernos de la realidad que durante unos días se vive. Es entonces cuando se corre el peligro de olvidar ese reconocible lado del espejo en el que nos movemos. Y como una contraindicación médica o un efecto secundario, pensamos en lo transcurrido como si en verdad no hubiera sucedido jamás. Pero Nueva York sigue ahí, junto al mar que desde Brooklyn hace titilar las luces encendidas de la ciudad en el doble reflejo del acero y el agua entremezclados. Algo así, inconsciente pero demoledor, le ocurriría a Lorca cuando vio la Séptima Avenida, o el Empire, allá por 1931, cuando se rascaba el cielo con la prepotencia de aquel otro boom inmobiliario que explotaría con aquel edificio a medio construir.

Y después, al despertar, se revive el ruido, el tráfico, el bullicioso movimiento de Wall Street, o el serpenteante y abarrotado ir y venir en Times Square, encendida como una enorme bombilla imposible que no teme al cambio climático. Al regresar a Madrid todo se aminora, se vuelve estrecho y minúsculo: en resumen, se termina de ver el cielo sin tener que levantar demasiado la cabeza. Cada día era el imposible día de un sueño rodeado de gente, de olores que se consumían a ritmo de semáforo y taxi, del suburbano y del reloj premeditadamente acelerado de aquellas vidas lejanas y multicolores.

Es bueno saber dónde vive el enemigo: pasaportes, controles sucesivos, el temor a no se sabe qué. Qué débiles nos hace la sospecha; se rinden naciones inmensas ante solo una. Es bueno saberlo para saber también lo pequeño que somos en comparación con lo que creemos. Parecería imposible, dicho así, que hubiese ciudades tan inmensas, tan lejanamente construidas. Como si los últimos exploradores de la historia se hubieran cansado de caminar y allí donde más fatiga notaron hubieran dicho “este es el lugar” y hubieran comenzado un frenesí de neones, tiendas, grandes almacenes, bares y museos. Se olvidaron de los contratos de los camareros que viven solo de las propinas: allí plantaron el liberalismo también, junto al Washington Memorial, en la misma manzana en la que, como decía Javi, un solo telefonazo hace que te suba el euríbor, en el mejor de los casos, o se hunda una nación entera en el sur del mundo.

Resulta casi imposible tanta belleza artificial. Y es en este punto cuando uno siente el resorte de lo soñado, el despertar somnoliento al trabajo y a la agonía necesaria de la rutina. Tal vez haya sido hoy cuando haya despertado del sueño, y puesto que debía seguir regresando, cómo no lo iba a hacer aquí, en este espacio, que esperó todo el tiempo que estuve ausente, a ocho mil kilómetros en medio de aquel lugar en el que se decide el destino, y uno puede perderse tan rápido como encontrarse solo.




lunes, 18 de mayo de 2009

AUTOBIOGRAFÍA (XLIX) - Defensa de la alegría



Era más fácil amar sabiendo que existía. Lo es aún, porque existe mirando al suroeste, al sur, que también existe, con sus palabras dichas y susurradas. Pocos hombres como este, que nos deja para siempre el rastro infinito de sus poemas sencillos. Era más fácil amar con él, con boliche o sin boliche, imaginándomelo montado en autobús, hablando con un chiquillo, allá lejos, en Montevideo, o acá cerca, en López de Hoyos.

Forma parte de mi autobiografía, y también de esta: y la tristeza de saber que su sonrisa pícara ya no lisonjea a las muchachas cada vez más jóvenes mientras él se hacía más viejo: me lo dijo en un haiku. Y se lo escuché salir de su boca el día que le oí recitar sus poemas. Y no me atrevía a acercarme a él para saludarlo. Y mi amiga Carmen me empujó diciéndome que tenía que empezar a enfrentarme a la vida; después me regaló una foto que tengo en mi despacho. Y algún tiempo después, firmando libros: un parco “para luis”, estampado con su caligrafía de poeta extrañamente mío e íntimo. Carlota me lo dijo una mañana universitaria: “¿no conoces a Benedetti?”, cuando yo tenía apenas veinte.

Una vieja antología, después vinieron más libros: su exilio, su luz, su sabiduría teológica: menuda noticia que no hubiera cielo ni infierno, afirmó un día, convencido, de que la muerte era una loca de atar y desatar. Qué tristeza más honda: guarda un minuto de silencio su jardín botánico, aunque sigamos siendo, compañera, codo con codo por la calle mucho más que dos. Debe ser ese mar, del que habla en su Tregua como “una especie de eternidad”, en el que ahora Mario escribe, aquel anciano que conocí de lejos y reconocí un día de más cerca, y dobló cuidadoso poemas regalados para meterlos en el bolsillo de su chaqueta. Cuánta humanidad cuando escribió aquello de que se estaba quedando sin sus escogidos: “los que me dieron aliento, vida / paso de soledad con su llamita tenue”.

Cuántos libros de Benedetti regalados. Y cuánta amistad: Mónica, Carlitos, a Javi le conmovía también. A Pili la rambleña le encataba, a Rut, a Mati y a Ana. También a muchos otros que se han ido quedando en el camino. Alguna noche hemos terminado recitando el “Corazón coraza”, pero no en alemán, aunque ilegibles también nuestras palabras. También nos dijo: “Un hombre triste no se parece a ningún otro hombre triste”. Qué duda cabe de que hoy ando singular.

Mi táctica también es mirarte, aprender como sos, quererte como sos. Y entonces es cuando se queda un hueco grande en el alma, aunque sepamos que podemos seguir contando con él, no hasta uno ni hasta dos, sino contar con él.

Mientras Mario Benedetti dice adiós, la cultura española se sonroja. Más ocupada de amar a este hombre todo conciencia, se preocupa por llegar a un ministerio de la mano del poder, de los poderosos a los que este poeta supo poner en su sitio. Quisieron olvidarle, pensando que el Premio Cervantes era demasiado para quien supo decir con todas sus letras la palabra “injusticia”, tal vez porque esta ciudad en la que vivió es de mentira y muchos no lo han leído, después de todo. Quiero seguir pensándolo así: defendiendo la alegría de la miseria y de los miserables, de las ausencias breves y de las definitivas, del pasmo y de las anestesias, de los graves diagnósticos y de las escopetas. Poco más.

viernes, 10 de abril de 2009

AUTOBIOGRAFÍA (XLVIII) - La recova


(fotografía: África Salces)
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Resulta que, a veces, el tiempo da la impresión de que se paraliza, de que se queda anclado en un extraño vaivén de solo ida; y, sin embargo, es precisamente entonces cuando uno se da cuenta de lo deprisa que ha corrido, de cómo sin apenas darnos cuenta se ha ido volando una vez más, y quedan, igual que un rastro invisible, las cosas que no se han hecho, esparcidas por la cuneta de lo que ya no va a volver.

Algo así me ha pasado con este blog, con estos últimos meses en que nos ha zarandeado la mala suerte, y que no tiene otra solución, como me dijo mi amigo Carlos, que ponerse a construir. Construir en los tiempos en que los miserables que hacían viviendas a precios desorbitados empiezan a contar los pocos billetes que les quedan en la cartera. Pero nosotros, como respuesta a la indignidad, no hemos hecho un bloque de apartamentos, sino adecentar una cueva inhóspita en el centro de Madrid y convertirla en tienda, en proyecto, en ilusión, en futuro inmediato. Y con esa filosofía ha nacido La recova. Queríamos poner orden al desaguisado funesto de esos bandidos que nos han quitado el sueño (prometí dar los nombres de esta gentuza). Buenas nuevas en pos de la justicia: les embargarán y, aunque nunca cobrará esa muchacha de la que se han aprovechado miserablemente y sin dignidad, cuando se cruzan con nosotros tienen que dirigir sus ojos llenos de ponzoña hacia el suelo, como si fueran perros que olisquean el orín que otros han ido dejando en las esquinas. De eso han vivido: de meados, en fin, de mierda. Y puesto que lo igual tiende a acercarse desde antiguo, es posible que la justicia tenga un día que buscarlos entre los vertederos que ellos mismos fueron diciendo que construían.

Pero vuelvo a lo digno: a lo lejanamente digno que nos llega como la herencia de todo lo que somos. La recova es el nombre que hemos tomado prestado. Paca la Recovera era la abuela anciana de esta fotografía, que se ganaba el sustento vendiendo huevos de puerta en puerta, de ahí su sobrenombre. Aquí posa con su hijo Pruden, y viéndola ocurre igual que cada vez que se detiene el tiempo. De “recova” dice la RAE: “Lugar público en que se venden las gallinas y demás aves domésticas”. Y dicho sea de paso: Galdós corroboró la existencia de esta palabra en desuso hablando de las recovas del viejo Madrid, en las que Fortunata un día conoció al tal Juanito aquel del que se enamoró y que resultó ser buen pájaro. Y, la verdad, si de algo sabemos últimamente es de pájaros, o sea, de ladrones.

Quedáis invitados. Quedáis con el mismo cariño que todos nos habéis transmitido y que no sabremos si algún día podremos devolver. Y quedáis informados de los difusos porqués que nos han movido, pero que también han aparcado a las musas en zona de carga y descarga, aunque no se las terminase de llevar la grúa.

viernes, 13 de febrero de 2009


AUTOBIOGRAFÍA (XLVII) - El rastro
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(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)



Siempre, tarde o temprano, se regresa a la literatura, a las palabras que van construyendo los pensamientos y las biografías. Y como siempre, es bueno hablar de los demás, en ese intento de hablar de uno mismo, aprovechando la anécdota o el viejo retrato, que como este está lleno de ternura. Es fácil saber quién es esta niña que medio saca la lengua y aprieta su primer peluche, un conejo marroncito con lazo rojo. Y no es difícil tampoco saber que entonces nadie nos prevenía de lo que tendríamos que soportar después, buscando el eufemismo de la caca en beneficio de la mierda, por ejemplo.

Es posible que nos engañasen, porque la inocencia era imprescindible en la educación añeja que recibimos cuando éramos pequeños. Y de eso mismo, de inocencia, está llena esta antigua fotografía que me hace pensar también en lo que vendrá, y en lo que nos está lloviendo encima. Nadie nos dijo, sin ir más lejos, que una santísima trinidad de hijos de puta nos haría la vida tan imposible como nos la está haciendo. Padre, madre e hija de una familia de sinvergüenzas. Ellos y un abogado miserable y vendido, que se pavonea de lo ampuloso de su apellido ridículo, tan ridículo como sus corbatas mal anudadas: un triste lameculos del tres al cuarto que hace la callada por respuesta. Gente en definitiva sin dignidad suficiente como para mirar a la cara.

Cuando éramos pequeños nadie nos previno de esta gentuza que merodea entre la basura, olisquea el dinero y se esconde como las ratas hambrientas de un sistema que parece defender siempre a los mismos. Se salvan lentamente porque se les pierde la pista en el laberinto de la burocracia y los juzgados.

Uno siente de vez en cuando un ahogo, un mortal ahogo de necesidad y de impotencia. Y no sólo nos sentimos engañados; nos sabemos un poco más vivos, porque el desprecio y el odio nos hace algo más clarividentes también. Madre, hija y padre: a cada cerdo le llega su sanmartín, y esta piara está chillando ya, como si estos animales de pezuña partida percibieran en sus hocicos el miedo a la miseria, al derrumbe, a los impagos, a las deudas que acumulan como se acumula la grasa tocinera de los puercos en sus perniles.

Nadie nos previno, pienso; nadie nos habló con la suficiente claridad. Solo deseo que esta empresaria zafia y llena de la ponzoña de la mentira se gane junto con su madre un día el pan dignamente en la Casa de Campo. Y que él, el padre arruinado por fin, despreciado por todos, como ahora, tenga la suficiente lucidez como para darse cuenta del daño que hace con su sola existencia.

Un día diré los nombres y los apellidos de estos torturadores: cuando haya sentencia en firme, para prevenir a la sociedad, para salvar de la inocencia, para desentrañar un poco otro atisbo de por dónde discurre el mundo de veras, ese que, mientras éramos pequeños, nos malinterpretaron sin querer pensando nuestros queridos padres que la inocencia nos protegía de la sombra desnuda de la injusticia. Vale.

(A Chiquitere, por su cumpleaños, porque sabe todo esto, y porque a ella también la educaron así)