lunes, 25 de abril de 2011

AUTOBIOGRAFÍA (LVII) - Barcelona




Regreso a las biografías y a sus ciudades, a esos lugares que, sin quererlo, nos ubican en el mundo y en la historia. Mencioné Barcelona en algún capítulo suelto mucho antes de conocerla, antes de discurrir por el intrincado rompecabezas de las calles estrechas de su barrio gótico, de la agobiada Rambla y antes incluso de tocar con mis propias manos aquellas viejas puertas de portales ruinosos del Rabal, donde el modernismo se mezcla con las turbias miradas de extranjeros perdidos por aquel paisaje de casas desconchadas. Es casi toda la ciudad un contraste que bordea la locura, como el mar su puerto.

Desde el Eixample, se divisa la inmensa torre Agbar, tan multicolor como toda la ciudad rendida a sus pies, rodeada por la cuadrícula de esa media Barcelona bien vestida que discurre cuesta abajo por el Paseo de Gracia hasta el mar. No demasiado lejos, Gaudí soñó con la Sagrada Familia, con un bosque en piedra que linda con la locura misma. En ausencia de árboles, las ciudades se inventan su propia naturaleza, en este caso de piedras sobrepuestas, esculpidas y manejadas al antojo pintoresco y ultracatólico de su arquitecto. Desmesurada y casi herética es esta catedral, concebida como si Barcelona no luciese ya la elegancia de su catedral gótica ni la inteligencia de Mies Van der Rohe, con su sublime pabellón: suficiencia sin alharacas y belleza esquemática.

¿Locura o creación? ¿Soberbia o talento? Gaudí perdió el juicio, se creyó inmortal, sin la humildad de Cervantes o de Machado. Pensó que podría superar con su obra todo lo que existía, que podría inocular en la memoria de la humidad el legado de su obra imposible. Murió tan absurdamente como no podía ser de otra manera: un tranvía lo atropella y malherido y con la ropa hecha jirones, con la apariencia de un mendigo, nadie lo socorre. Un día después de que cruzara pensando en sus cosas por la Gran Vía de las Cortes Catalanas, murió sin haberse podido hacer nada por él, que fue reconocido como el genial Gaudí, cuando ya inevitablemente se le quebrantaba la vida: el burgués, el escultor de locuras, el inventador de árboles sin hojas ni raíces, agoniza en la calle como un miserable, como los que hoy llegan hasta Barcelona en los bajos de camiones y en pateras.

Después, la ciudad se aleja como un rayo, mientras atardece por detrás de los cristales del tren que me devuelve a Madrid. Un viaje corto, de apenas horas, que me hace olvidar por un momento todo lo que nos absorbe sin demasiado sentido: el trabajo, los muebles, los recibos del banco y demás gilipolleces. Atesoro en la memoria, otra geografía, pues, para deleite de mi propia existencia. Anotaré en mi cartera la gracia de su rama verdecida. Y después, comenzará, como siempre, la literatura o su intento.