sábado, 4 de octubre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXI) - El ave y otras desdichas

Como cualquier otro asunto generacional, este también pasa a formar parte de mi autobiografía, ya que es la mía la última generación que viajó lentamente en los últimos trenes del siglo pasado y aún puedo recordarlo. Hoy, predispuesta como un zumbido, fustigadora como un relámpago, la velocidad de los tiempos modernos atestigua la carencia del goce por el viaje, por la buena lectura, por la humareda calurosa de los talgos pendulares y de los viejos estrella con compartimentos populares. Nunca fue romántico el olor de los pies (trenes peores conocieron nuestros padres y abuelos, el mismo Machado, anotando en su libreta las incomodidades de aquellos asientos de madera y estrechos), ni tampoco los retrasos en las estaciones secundarias. Pero, olvidando el término medio, se ha pasado de un día para otro a la alta velocidad de los yupies, las azafatas y los lacoste engominados de los niños bien, resguardados detrás de sus maletines de negocios. Y es precisamente esto una de las muchas desdichas que han venido a trescientos kilómetros por hora.

No me engaño: un día vi caballos correr sobre la nieve, y leía a Max Aub. Y atardecía con la misma lentitud de los besos, por detrás de aquellas ventanillas de ese tren que nunca parecía llegar a su destino, a Gijón, tal vez, zigzagueando entre montañas con su pesadez ruidosa de siglos y vías oxidadas. O aquel viejo Santa Bárbara de gasóleo en el que monté por primera vez para ver el mar, con mi hermano Jesús, en la vieja estación de Chamartín. También viajé al sur, en un regional naranja lleno de militares sin estudios, que vociferaban y fumaban porros, mientras yo hojeaba a Whitman y tardé doce horas en llegar hasta Montilla. Y siempre había alguien, también hay que decirlo, que esperaba después de aquel viaje y que, inevitablemente, hacía más impaciente la llegada.

Se relativizó el tiempo desde entonces. La asepsia del auricular de usar y tirar sustituyó a la dulce anciana que me llegó a ofrecer las croquetas de su tartera metálica y que venía a Madrid por Navidad para ver a sus nietos. No recuerdo su nombre, pero se me ha venido hoy mismo a la memoria. Y no es solo el abusivo precio que el gobierno ha decidido cobrar a los ciudadanos por utilizar un digno medio de transporte que previamente ya se ha encargado de cobrarnos con los impuestos, sino la perversión contemporánea de ir restándole tiempo a la vida, de hacer que todo parezca eficazmente inhumano, frío como un quirófano, rápido como un suspiro. Es mentira que el tiempo sea oro, eso lo dijo un poeta ocioso y luego repitió la misma jilipollez el buen burgués que nunca pensó en las vacaciones de sus empleados.

Nadie quiere degustar un buen vino deprisa, quisiéramos todos demorar el amor o el orgasmo (técnicas, dicen, que hay incluso para esto), nunca desearíamos olvidar un instante, ansiaríamos ver caer la hoja de un árbol, seguir acompañados y parsimoniosos con música de fondo, escuchar despacio las olas, prolongar la charla hasta mañana… Y, aun así, disfrutamos de la velocidad y de la urgencia, pensando que en ello radica el futuro, como si este no fuese, en verdad, lo único que viene volando a jodernos la vida.