viernes, 22 de febrero de 2013

AUTOBIOGRAFÍA (LVIII) - Albacete y el género de los verbos


No quisiera escribir nunca sobre mis propias batallas si no fuera necesario. Me basta la mirada o las palabras de otros que fueron antes que yo protagonistas. Solo a veces tengo la necesidad de escribir de lo que veo, mas en la mayoría de las ocasiones no quiero yo ser el testigo, para que sean los demás quienes me cuenten a mí mi propia biografía.

Sin embargo, a veces se impone en la espesura del presente, quizás la de un martes cualquiera, como ayer o antes de ayer, la necesidad de contar o recordarme a mí mismo. Y una anécdota se desencadena como una catarata distante de aquel tiempo en que uno estudiaba con denuedo para no ser, sencillamente, un burro.

He aquí el percance que abre la puerta de las autobiografías: con mis alumnos, haciendo un ejercicio de gramática, que nada tiene que ver con Albacete, surge en medio de la clase esta provincia española, humilde, beatífica (o al menos, así me la imagino yo, porque creo recordar que nada más que una vez puse mis pies en su capital y fue accidentalmente). Para quien no tiene familia allí, este es, como muchos otros lugares, uno más de paso, una nebulosa provincia que suele ir pintada en beige sobre los mapas y que el poder evocador para el que esto suscribe también es infinto: Castilla La Mancha, de allí es mi madre, de ahí también el bueno de Quijano. Pregunto a un despeinado muchacho, como inspirado por no sé qué circunstancia: "¿Tú sabes dónde está Albacete?". Él se encoge de hombros, y sus compañeros me miran con asombro o recelosos de no ser ellos también los interrogados. El sujeto para el cual Albacete debía de tener una geografía tan insospechada como la de Rangún, Beirut o Crimea me responde: "No me acuerdo", y ninguna mano  y segura de sí se levanta como en otras ocasiones cuando mi pequeño auditorio quiere responder algo. Y repito la pregunta a una niña, y después a otra y a otro compañero más. Murmullos. Otro chaval, diminuto y delgado como un fideo, con la cara de un niño que yo me imagino en un colegio de la postguerra, me sonríe ampliamente y me confirma: "No lo sabemos".

Pero aquí no acabó la clase, sino que continuó sumida en su runrún de lapiceros y bolígrafos, hasta que una algarabía descontrolada se originó sin yo buscarlo: hablando del sujeto y predicado como estaba, y olvidando ya al desconocido Albacete, se me ocurre preguntar a otra jovencita que mira con asombro mis ejemplos sobre la pizarra. "¿Comprendes cómo concuerda el sujeto y el predicado?", le digo. Ella me responde un tímido sí, que yo percibo tan borroso como su claridad de ideas: "El verbo concuerda con el sujeto en género y número", me dice. La miro, a punto de sacar la navaja albaceteña: "¿Tienen género los verbos?", pregunto. Afirma moviendo su cabeza, y le solicito un ejemplo, y me responde: "Sí. Él canta y ella canta", quedándose Albacete ensombrecido más aún entre las risas de sus malvados compañeros alborotadores y que saben tan poco como la protagonista, que se arruga en su sitio al tiempo que suena el timbre que anuncia el final de la clase. Guardé silencio y mis cosas poco a poco, mientras ellos se marchaban como si nada hubiera ocurrido.

Entonces se me vinieron de repente aquellos otros viejos silencios de hace más de veinte años, cuando con mi madre, pegaba en el cristal de la puerta corredera que separaba el salón de la pequeña terraza un mapa de España, y sobre este un folio en blanco, en el que yo calcaba al trasluz de las tardes, una y otra vez, todas aquellas provincias: Toledo, Ciudad Real, Albacete, Cuenca y Guadalajara, siempre en ese orden rítmico y salmódico con el que se aprenden los grandes misterios. Mi madre aclaraba, con sus mínimos conocimientos geográficos: antes tal provincia era aún del Reino de Valencia, o tal otra era de la región que llamábamos Castilla La Vieja. Y así aprendí algo de geografía en el poético trasluz de una ventana, y gramática en la recitación de los verbos, pretéritos, presentes, futuros simples y compuestos.

Era tiempos diferentes, tan diferentes que, cuesta imaginar, la ignorancia no estaba de moda como hoy. Y sonrojaba no saber algo puntual, dejaba la sangre fría ignorar una evidencia que todo el mundo sabía menos tú, y era obligatorio luchar contra la pereza. Había que saber dónde estaba Albacete y Pekín sin discusión alguna, o el río Orinoco, como si de ello dependiera la honra familiar. Hoy, sin embargo, el orgullo del apellido parece llevarse en la mollera hueca, en la urgencia amorosa de quien regala un videojuego y no se sienta con su hijo a calcar un mapa mil veces con la merecedora paciencia que aprender requiere. "¿Hambre, hastío, cansancio...?" Así resumió un poeta el drama español de la incompetencia.