domingo, 25 de febrero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIV) - Lavapiés o el cuarto mundo


(Fotografía: archivo familiar)



Es imposible pensar que el tiempo no pasa: imposible en las personas, en sus trajes, en sus zapatos, en la inocencia que se pierde igual que transcurren los días, sin apenas darnos cuenta. Pero el tiempo permanece anclado, sin saber muy bien por qué, en las aceras que pisamos y en los adoquines que pueblan las ciudades todavía. Este retrato (ambas tías mías, primas de mi madre, de orígenes tan humildes como rurales, lejanamente distanciadas por cómo las arrastraría la vida a cada una de ellas) se hizo en Lavapiés, adonde llegaron todos los que tuvieron que venirse hasta Madrid en busca del sustento y la esperanza: emigrantes, hijos de emigrantes y emigrados desde la misma felicidad que un día pretendieron, exactamente como hoy.

Y es que si uno pasea por aquí, calle de la Fe o del Ave María, Calvario o Tres Peces, tiene la sensación extraña de la orfandad heredada, del exilio obligado por la pobreza de siglos, esa que parece haber pertenecido siempre a los mismos. El barrio sigue sucio, y quien lo conoció antaño recuerda los corrillos a las puertas de los viejos portales enmohecidos y a las costureras que volvían a sus habitaciones alquiladas en la sagrada hora del regreso hernandiano. Así era entonces la vida de quien tuvo que venirse a Madrid con la habilidad de su costura o de otros oficios en busca de los cuscurros de pan que allá, en la llanura espesa de la Mancha, resultaba difícil hallar si no era con el trabajo del campo seco y otros sudores.

Cuentan también que el domingo Lavapiés y el Rastro eran un hervidero de niñas de pueblo. Ruralidad visitando Madrid, sus churrerías, y pagando el vino fresco de las bodegas agrias de Cuchilleros junto a los novios, encorbatados en el intento de ocultar la modestia de sus trabajos. No ha pasado el tiempo por este barrio, aunque hayan pasado por él generaciones de hombres sin historia o sin apariencia de recuerdos.

Todo es diferente, afirma quien vivió aquí en los años amargos de la paz impuesta a golpe de fusil. Quizás porque es imposible pensar que el tiempo no pasa. O porque, sin más, los serenos han desaparecido de Madrid y las muchachas de pueblo se han convertido en el cuarto mundo de este presente también en blanco y negro. El silencioso cuarto mundo de la miseria importada y extranjera, que nos mira con mutismo nuestra opulencia sin raíces.

jueves, 22 de febrero de 2007


CUMPLEVIDAS

(a Sofía, pequeñísima)

(Fotografía: África Salces)


Este día diminuto, microscópico,
veintidós del dos, resulta ser tu cumplevidas,
el primer día en que verás
árboles y atomóviles ciudad arriba.
Este día y no otro, marcado en los calendarios,
minúsculos igual que tú, señalados,
empezarás a reconocer, ojos abiertos,
la luz del mundo con sus noches y todo.

Resulta que nos has visitado para siempre,
después de tanto tiempo, como siempre
desde el extraño trayecto del no existir
(o sólo a medias).

Y hoy, en tu llegada de primer viaje,
traerás en tu maleta un cielo sembrado de cipreses,
o amapolas rojas y sencillas (¿quién lo sabe?).

Bienvenida, solamente.

miércoles, 14 de febrero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIII) - El algodón dulce

(Fotografía: archivo familiar)

Están vestidos de domingo y no pueden evitar lo rural en sus vestimentas, porque forman aún parte del pueblo, llano y ocre, horizontal y honesto. Quien lo dude que observe el rostro de él, de mi tío Luis, curtido en la quincena de sus años, anciano desde su primera juventud y dotado de unas manos recias y fuertes como pocas, porque el campo, dicen, ennoblece a los hombres, como los agota con la misma lentitud de los arados de bueyes y los trillos que giraban sobre sí, tirados por un mulo famélico, en que mi madre se subía para pasar la tarde y terminaba mareada.

Mi tío Luis no pensaba en esta foto que enviudaría por culpa de una leucemia; porque las enfermedades son como los dobleces de esta fotografía: vienen con el azar del tiempo, no atienden a otro plan que al de segar sin razón la felicidad. Y aunque doblada, esta vieja foto no siega la sonrisa ni la inocencia de los muchachos jóvenes que se ponían bonitos para ir de romería o para posar con esta sencillez inocente (de arado, de col, de vareo y acequia) ante el fotógrafo que los inmortalizó en este pequeño recuerdo malogrado. Son felices, incluso hoy, porque dicen casi todos ellos, mi madre también, que aquellos años de simples fueron hermosos. Pero de eso yo no me acuerdo, si no es imaginándomelos.

Pese a todo, las herencias se transmiten como los besos, de boca en boca. Cuenta, me cuenta, sólo a mí, desde el teléfono o chispeando de sonrisa si me lo dice en persona, que salían en grupo al baile. Y había pasodobles en medio de la plaza, que resonaban ya a antiguos entre las callejas de Mora, polvorienta y machadiana, triste y española, como siempre ha sido.

Y así eran los muchachos más jóvenes: aquel futuro inmediato que esperaban el campo y sus olivos, o las ciudades. Aunque parezcan ancianos, aunque no lo hayan dejado de ser en la apariencia demorada de sus rostros, eran tan jóvenes como yo, mucho más jóvenes que yo. Y no había otra diversión que la feria y el algodón dulce, por ingenua que sea la golosina que mi madre no terminaba de comprar, aunque la desease con ahínco, por no cambiar la única peseta de su monedero, y que bien hubiera podido utilizar mi abuela en otros menesteres de útil supervivencia.

Quizás fuese la amistad entrelazada de sus brazos, la que los ha sostenido en el viaje de la memoria. Y no faltan los recuerdos comunes: porque aunque hayan cumplido casi todos los setenta años, alguno ha renovado el amor, y otras mantienen entre nietas y nietos recientes la juventud tardía que no tuvieron.

miércoles, 7 de febrero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XII) - Luz


(Fotografía: archivo familiar)



Nadie lo diría, pero esta muchacha, sobre la que el tiempo ha hecho los estragos propios de su condición de irremediable condena, es hija de pastores y de una honrada humildad rural y antigua. Después se casaría con un honesto churrero y tendría hijos, tres, que han conservado también en sus facciones los rasgos angulosos de su cara, de su nariz inconfundible y la misma mirada apacible de la gente tranquila. Nadie lo diría, pero también nació entre los rojizos terrones de las eras sembradas de olivos, como mi madre, de quien es prima y a quien dedica en el reverso de este retrato con su caligrafía temblorosa esta fotografía.

Hay un gesto amoroso y casi nostálgico entre estos amarillentos colores y sus sombras. Resulta bella; una belleza semejante a la de Dietrich o a la de Greta Garbo, guardando las distancias geográficas, quizás porque la belleza resulta un don que inexplicablemente no conoce diferencias entre clases: Sara Montiel, cuando su juventud aún se vislumbraba en el blanco y negro de los fotogramas de entonces. Tienen en común todas ellas la armonía de sus rostros, la mirada cadenciosa de una sensualidad inevitable y su pose elegante y espontánea, que ni siquiera la pobreza pudo enmascarar.

Hubo quien dijo que la belleza era un afán de perfección, pero es posible que le faltase definir qué es lo perfecto, si acaso lo perfecto puede ser también rural y comer garbanzos con el garboso ahínco con que se devoran después de una dura jornada de trabajo. Así de real y cruda resulta también la belleza, aunque ninguna de aquellas actrices, que sufrieron la censura en sus escotes, luciesen collarcitos de perlas de mentira, como Luz (claridad, alborada, sol), que no hizo ostentación nada más que de su cariño por nosotros, su familia; y no sólo en el espacio, sino también en el tiempo mismo, entre aquellos que ya han desaparecido diluidos en el misterio de la muerte, tan impostor como el maquillaje de las mujeres que pretenden ser hermosas sin serlo.

Nada más se podría decir de este retrato aparecido como una grata sorpresa entre otras fotografías. Su valor no tiene fundamento antropológico alguno, más allá de mostrar que lo bello también existía muchos años atrás, y que el juicio estético, aunque cambiante, tiene una permanencia extraña que supera incluso a la de los recuerdos.


(A Jaime, lector impaciente y amigo)