viernes, 25 de diciembre de 2015

AUTOBIOGRAFÍA - Otra ciudad, otro veinticinco

(fotografía : archivo personal)

Estos días, convertido el mundo en un remanso de adormecidas conciencias que la televisión emite como un rosario de simplezas navideñas, conviene mirar hacia esos lugares que no vemos habitualmente, que no se resumen en los telediarios y que no aparecen en los anuncios de perfumes. La fotografía es de mi barrio. Existen en Madrid y en casi todas las ciudades, los lugares que solo les pertenecen a los de abajo:  el extrarradio, el suburbio silencioso, el descampado hostil, los patios interiores, las viejas escombreras del progreso, que han ido dejando su restos del derribo a las afueras de las urbes. Nadie se preocupa de estos espacios tampoco en estas fechas, donde no abundan ni el cordero, ni las grandes firmas publicitarias llenando de letreros luminosos las aceras. La borrachera es de silencio, y los únicos papelillos plateados no son precisamente los vistosos envoltorios de regalos tecnológicos, sino los restos de la antigua heroína que diezmó familias e hizo peligrosos algunos barrios.  

Bien mirado, este escenario es la costa amaltifana de Madrid, el otro lado de la verja melillense, la próspera Europa del Euro, de la Troika, de los preferentistas que lo perdieron todo jugando al capital y que tal vez pensaron un día que los escombros eran el abono de lo que sería la abundante siega de un futuro que nos prometieron digno y sosegado. Aquí Madrid impone sus límites, en lo que un tiempo atrás no tan lejano solo eran huertas y abrevaderos para el ganado. Se hicieron las viviendas de la que aspiraron que fuera clase media y apenas quedó en media clase. Los portales son estrechos, apenas hay ascensores, los balcones con cierres de tijerilla conservan los cristales color miel y las fachadas traseras suelen dar a tapias que encierran solares antiguos y abandonados.

Aquí está la radiografía del mundo que nos queda, cocinado con los restos que sobraron de la cena de anoche. Inhóspita, la realidad a veces se despliega como un mapa doblado en mil partes. Más allá de los anillos atestados de tráfico que bordean el centro de Madrid, otra ciudad se muestra con más silencio que protesta: inmigrantes rumanos, latinoamericanos y chinos han ido llenando el barrio de sus colores, de sus ruidosas manifestaciones festivas, y también de sus escasos salarios, que conviven en paz con las irrisorias pensiones de los abuelos que encontraron en los barrios a los que llegaron hace cincuenta años la trinchera contra el infortunio de sus propias biografías. 

El fracaso escolar, el sueño capitalista de los muchachos sin estudios, los ritmos latinos y las televisiones planas sustituyeron la lucha vecinal y convirtieron la pobreza definitiva en el mejor inquilino de un barrio que, hoy, vive su particular y peor crisis, la de la conciencia, es decir, su decadencia invisible.