martes, 30 de octubre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXVII) - Los descampados urbanos.

(fotografía: archivo familiar)

Todas las fotografías son como un viaje, envuelven con la sorpresa de los lugares desconocidos a quienes miran como entrometiéndose por las puertas secretas de los caminos que se olvidan, en ocasiones. Y producen la sonrisa de reconocer en un paisaje el espacio que le corresponde también a un tiempo. Aquella tarde mi tía abuela Mo fue a buscar a mis hermanos al colegio (ambos con la cartera de los libros a lo "Cuéntame..."): alguien los fotografió y dejó, perenne, esa sensación de tránsito hacia no se sabe dónde, mientras ellos, los protagonistas, extáticos, pero con el movimiento de la vida, de los días que han transcurrido muy lentamente y que, sin embargo, no han transformado del todo los lugares, posan con sonrisas y el gesto serio de Jesús, a quien nunca le han gustado demasiado los retratos.

Ellos, bien es sabido, están distintos. Ella acumula conversaciones con mi abuela en el más allá de los buenos. Pero nada ha hecho cambiar aquel solar que sorprende en medio de mi barrio: vistas a un descampado, pequeños pisos de ventanas iguales que se asoman a los solares, esos que sólo les pertenecen a los barrios de la humildad y sus tabernas. Siguen aparcando allí los coches, aunque ahora dispongan de elevalunas eléctricos y parezcan estos otros prehistóricas piezas de museo: seats cientoveinticuatro, los ochocientoscincuenta, los mini aquellos que no era el puro diseño de hoy en día. No sé por qué los coches son el recuerdo imprescindible de cualquier infancia allá por los setenta; los coches y los solares donde se jugaba al “gua” y a la “verdu” con las rodillas sucias y las manos también. Después vendría el miedo a las jeringuillas (“Niño, ojo donde pones los pies y no cojas nada”) que dejaban los heroinómanos escondidas en los parques, y que las abuelas temerosas no terminaban de comprender nunca a cuento de qué pincharse era tan peligroso.

Pero los desérticos solares de las ciudades de entreguerras (la pasada y la que quizás algún día venga de nuevo, fantasma entre fantasmas, que rumian los ancianos en sus centros de acogida matinal o vespertina, ellos sí vivieron la primera) forman parte de la fisonomía de las ciudades dormitorio, de los barrios en los que nos hacinábamos sin piscina, ni ascensor, ni aparcamientos privados. Estaba el solar: garaje, campo de fútbol, atajo para llegar al autobús, camino del colegio… Lo eran todo, constituían la sustancia que se puede exprimir de los barrios y que aún podemos encontrar desangelados y sucios. Al fondo y haciendo esquina está todavía el bar El Rocío (en todos los barrios hay también un Rocío que ejerce de paráfrasis de la Andalucía emigrada); junto al bar, la tienda de la Sole, la panadera: “Anda niño y ve en ca la Sole a por el pan”, te decían mientras tu madre te ponía una moneda de duro en la mano y te daba la bolsa de tela verde para que metieses las crujientes barras con sabor de domingo. Algo tienen los solares desnudos que nos hacen recordar todo esto y muchas otras cosas más, mientras los coches cambian, las caras cambian y los trajes y los peinados, sometidos a la misma ley que, paradojas, hace idénticos e inmutables todos estos descampados urbanos donde ya no juegan los niños.