sábado, 17 de noviembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXIX) - Mi padre con mi abrigo y los problemas del "yo"
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(fotografía: archivo familiar)

Cuando me compré aquel abrigo marrón de grandes solapas, mi madre no acertaba a verme a mí, sino a mi padre, en esa motivación inexplicable que tienen las personas mayores, más por recordar que por interesarse por el futuro (cambio climático, inflación creciente o burbuja inmobiliaria). Me lo recordó mi propia madre con el ímpetu con el que me habla de las recién descubiertas corruptelas en el ayuntamiento de Madrid, ayer mismo, por teléfono. Empleó el mismo tono que cuando me vio con ese abrigo de color marrón, de aires retro y cruzado. Y es que los parecidos transitan sin querer por la memoria como los coches por aquí (a sus anchas e indisciplinados).

Después, cuando me vi a mí mismo pero mucho tiempo antes de que naciese, comprendí aquel recuerdo de mi madre. A mi padre, sin embargo, no le recuerdo tanto a él, porque quizás los suyos fueron tiempos en los que el “yo” (no el psicológico, sino el gramatical) se empleaba menos que hoy. Y éste es el defecto de quienes continuamente se aluden a sí mismos como ejemplo, quienes se adulan gratuitamente señalándose a sí con su propio dedo índice, quienes no paran de mencionarse como si fuesen una entrada más en una bibliografía creada por ellos mismos. Defecto común, en resumen, de quien no sabe ver que todos somos un poco de los demás, y que los demás son a su vez muchos otros igual de importantes que nosotros mismos. Quien lo dude, que me mire a mí y después me compare con mi padre: o mejor, que se miren a sí y vean sus padres.

Es el mal común de las ciudades, de la hiperactividad de muchos que no se paran ni un minuto a pensar sobre ellos mismos y después hablan como si fuesen referencias esenciales del siglo XXI. Tienen el defecto de pensar que solamente ellos son: individualismo, egocentrismo, solipsismo y otros ismos, pero que bien podrían diagnosticar sesudos psiquiatras, porque resulta enfermizo y molesto escuchar a otro siempre hablar de sí mismo como si fuese el único. Y no me refiero a los políticos, ni al rey (¿recuerdan ustedes el que se callen coño de un veintitrés de febrero?), sino también a mis vecinos, a algún compañero de trabajo que pretende ensombrecer el callado trabajo de otros muchos hablando sin parar, hablando, bla, bla, bla…, porque yo, es que yo, a mí, soy, fui, viví, y me casé en la boda, y me bautizaron en el bautizo y me enterraron en el entierro (Lola dixit).

Y ante tanta vocinglera insidia lo mejor es callarse y contemplar las fotografías de colores rancios que nos dicen lo que somos nosotros, todos nosotros. Pero nos lo dicen ellas, no nos lo decimos nosotros a nosotros mismos, porque si está claro que quien se habla a sí espera a Dios hablar un día, quien no para de hablar a los demás de sí, lo único que puede hacer es aburrir a todo Dios.