sábado, 5 de enero de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (XLIII)- Mi abuela y las biografías


(fotografía: archivo familiar)

Siempre que recuerdo a mi abuela Concha, se me viene a la cabeza esta fotografía, como una de esas imágenes vivas, que solo puede uno reconocer como lejana. El retrato se lo hicieron, sin embargo, mucho antes de yo nacer y es, pese a eso, el rostro todavía reconocible de la mujer a quien vi tiempo después ancianarse con su correspondiente dosis de decrepitud y orfidal para dormir por las noches. Tiene un gesto de inusitada felicidad sosteniendo a sus dos nietos, mis hermanos, que contrasta con su viudez prematura y su depresión de por vida.

Y si recuerdo este rostro así, sin dolor, también viene con él el modo inequívoco con que se expresaba sin estudios ni ambages: decía bonífafo por bolígrafo, y llamaba a los espaguetis tejeringos, sin disimular su incomprensión respecto de un alimento de forma y textura absurdas, que quizás ni siquiera concebía como eso, como alimento. Utilizando su particular léxico, entre rural y urbano, jamás fue torpe con el lenguaje, que aunque usado a su manera ya sabía que era herramienta del pensamiento. Así ocurría cuando requería del verbo “husmear”: «Fulanita bien que husmea de Menganita», para decir que Fulanita se empleaba a fondo en el arte del chismorreo, deporte nacional y vecinal de mi barrio. O cuando quería zanjar un escándalo de riña entre hermanos: «Quedito, quedito… que ya estará husmeándonos», decía levantando su dedo índice hacia el techo, en referencia explícita, pero silenciosa, a la vecina de arriba, la del segundo ce, la Juani, tan taciturna como un roedor, pero tan experta en vidas ajenas, que ya habría tomado nota.

Y así llevo unos días, pensando en aquel husmear de mi abuela desde que me encomendaron la misión de husmear en las vidas de Josefina Escolano y José Ramón Marín Gutiérrez. Me lo pidió Carmen, amiga desde hace casi once años, desde aquel día que me regaló por mi veinte cumpleaños una separata de su tesis doctoral antes de subirse al entarimado en que siguió explicando a Fray Luis de León con cierta emoción, ante su auditorio de universitarios atentos.

Ignoro qué pensaría mi abuela si lo supiese: si supiese que no está mal chismorrear de otros si quien chismorrea es filólogo, como yo, y el cotilleo no es cotilleo, sino biografía, o sea, culto dar que hablar a otros de lo que uno sabe de los demás.

(A Carmen Valcárcel)