miércoles, 23 de octubre de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - Los gestos



Mañana no iré a trabajar. Quizás este gesto repetido ya una veintena de veces en los últimos dos años, no sea nada más que eso, un gesto. Ni siquiera alcanza, como dice un amigo mío, el calificativo de huelga, aquello que dura apenas un día y no tiene vocación de continuidad. Es por ello por lo que es solo un gesto. Pero hay gestos, muecas que uno hace levemente, que bien pudieran cambiar el mundo: una sonrisa en el momento adecuado, una suave negativa ejecutada con el movimiento de la cabeza, o la aceptación que se expresa solamente cerrando algún segundo los ojos.

Es, sin embargo, un gesto viejo, caduco, concebido para aquellos viejos patrones que leemos en las novelas o relataban nuestras abuelas, recordando la miseria en la que vivieron esperando el azote del capataz o el registro autoritario de un guardia civil que esgrimía su poder robando a los pobres algunas patatas, o requisando algo de aceite intercambiable por naranjas. Así eran aquellos años en que la huelga aspiraba, como se aspira cuando uno hace un gesto leve, a cambiar el mundo.

A mí me bastaría con deponer a un ministro, a una consejera o a cualquier otro gaznápiro asesorado malamente por esa corte puesta a dedo que esquilma, sin sentido, lo que es público y de todos: los hospitales, las escuelas, los parques en que pasear a tu perro o los pedazos de calzada en que, imprudente uno aparca el coche, mientras el estado supervisa si los quince minutos de tu detención son tan imprudentes como pensar que un ministro de educación (o su ex) es medianamente listo.

Es solo un gesto, pero mañana no veré el otoño detrás del cristal de mi clase, de mañana parda y fría. Sin educación estamos condenados a repetir el estraperlo, condenados a que los hijos no superen a sus padres, condenados a la pobreza a la que quieren los listos de Suiza llevarnos, para ellos seguir amasando impunes sus miserias. Nunca pensaron que enseñarnos a leer produjera estas hordas intelectuales que pueblan las universidades, protestan en la calle o defienden la necesidad de un futuro más allá del que apruebe el juez de nuestros bolsillos. No pararé solo por la educación, sino también por todo aquello que debilita nuestra militancia como ciudadanos. Nos dieron una libertad con los finos barrotes de las jaulas y nos atemorizan con sus leyes, con sus doctrinas, con sus delgados argumentos sin semántica alguna, con expedientes, con decretos, con la sombra del despido.  

Por un día solamente cerraremos los libros para abrir nuestra memoria. Nos lo hicieron creer y tuvimos que creerlo. Pero por más que nos roben, no podrán quitarnos de las manos cuanto aquellas escuelas  que creímos democráticas nos dieron: la conciencia de que no sobran profesores y sí sobran las ganas en algunos de robarnos el futuro. Recordamos cómo se lo robaron a nuestros padres y abuelos entonces. Habrá que acordarse de nuestros viejos maestros: los que nos enseñaron a leer y los que después nos enseñaron a pensar, los que nos hicieron peligrosos para quienes hoy ven peligrar sus privilegios heredados desde aquella larga historia nuestra en que la maestra o el maestro eran los primeros en ser los paseados. De aquellas lluvias, vienen estas tempestades (y estos ministros).