miércoles, 9 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXIV) - Las voces del más allá


(Fotografía: archivo amistoso García Laguna)

Me llegan prestadas y por correo fotografías extrañas, que no me pertenecen y hago propias, de algún bicho de ciudad extraviado que quiere recordar a sus padres o un tiempo, quizás, donde el progreso se llamaba trabajo, jugarse la vida, llevando desde las urbes a los últimos pueblos que la historia de España había olvidado el mundo de la civilización, de los cables, de la modernidad, que permitirían escuchar las voces imposibles de los emigrantes y exiliados, de los que se marcharon un día lejos (Argentina, Suiza, Australia…), y acercarlos aunque sólo sea desde la impersonalidad borrosa de una voz en un teléfono.

Dicen que se talaban los pinos más rectos, y que Valsaín, paraje que prestó su madera igual para los barcos de Felipe II que para los postes de telégrafos, quedó esquilmado por la necesidad de escucharnos. Los árboles sin hojas, enclavados en las polvorientas cunetas de Castilla, traían, entre nieblas y continuas interrupciones, a los hermanos y a los maridos, a los hijos que hacían la mili; traían también las malas noticias, siempre con esa forma particular que tienen de sonar los teléfonos, y también las gratas nuevas y las sorpresas, la felicitaciones distantes de los amigos, que nos hicieron ser un poco más felices, al precio de transformar nuestro paisaje en un laberinto de árboles sin ramaje en que descansar a su sombra.

Ahora, en los tiempos de la banda ancha (que no es una orquesta numerosa), han tropezado con el olvido los que con un salario escaso hacían el riesgoso trueque de su vida (andamios, postes, piquetas escarbando en las profundidades de la tierra…). Éste era el precio de la modernidad, de la civilización que nos permitía ser más civilizados, más urbanos, engañosamente mejores que antes éramos, aunque sigamos mirando los españoles de hoy con incredulidad el hecho de que una imagen, una voz o Internet viajen en el diminuto cable de la microciencia ficción de nuestros días.

¿Dónde están? ¿Quién los ha visto? Han pasado como los años, y ya ni se ven, aunque gocemos todavía con el recuerdo de lo que un día, en silencio, hicieron por todos nuestros padres. Y nosotros sin saberlo.