viernes, 29 de febrero de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLVIII) - El Peugeot de Platón

(fotografía: archivo personal)

Esta fotografía, la más reciente de todas, se tomó ayer mismo, y me reafirma en la tristeza de una certeza que hoy, definitiva y lapidaria, se ha cerrado sobre mí como una puerta de golpe. Este es mi viejo automóvil. Y digo “mi”, aunque no haya sido mío, sino más bien tomado como préstamo de tercera mano. Mío/nuestro porque ha pasado a formar parte de esta autobiografía sin orden. Me ha pertenecido, pues, como a otros antes, haciéndose un hueco pequeño en el alma: mañanas de trabajo, huidas apresuradas y algún viaje largo resumen también lo que hemos sido junto a él y a su volante; también una mudanza, un regreso de otra vida desde Asturias, un aprendizaje torpe de tirón y semáforo y bocinazos diarios de un año cojo en que alguien me esperaba con sonrisa en el balcón de mi casa, cuando oía su torpe tableteo sobre los adoquines de mi calle.

Y tengo la extraña sensación, más bien certeza digo, ahora que ha reiniciado su camino hacia el sur morado de sus atardeceres, aquellos de donde vino hasta Madrid, que es posible querer a un coche más que a algunas personas. Y eso que yo no comprendía cómo era posible amar a un gato como a un hijo o un hermano. Tomen nota, por tanto, quienes quieran: pero he querido a mi coche más que a muchos que, como dijo Eurípides en boca de su Penteo, se “creen sabios con solo creerlo” aun no teniendo la “mente sana”. Lo entenderán los inteligentes, pues fue Hemón quien afirmó eso de que la inteligencia, don divino, es el más preciado bien que los dioses dieron a los hombres. Es más fácil amar a un coche que a los necios: que nadie lo dude, pero esto no lo escribió Sófocles, sino el que aquí suscribe.

Resultaría risible dicho en frío, pero si Platón hubiera tenido este Peugeot quizás le hubiera dedicado su Fedro y aquella anécdota del auriga socrático que conduce una cuádriga de caballos que, diferentes, hacen imposible la labor de conducir el carro, por muy experto que sea el auriga. Pero, claro, los caballos y las personas solo nos parecemos en la tozudez animal, y los coches carecen de ella, por suerte, siendo esta otra buena razón por la que amar a algunos coches es más sencillo que amar a algunas personas que confunden anarquismo y cabezonería individual, rigidez y vulgar obstinación, aplauso y rumor, voces de ecos y las palabras auténticas con el arte de la cocería (también caballuna y muy alejada de la mecánica eficaz de los coches franceses).

Pocas serían las palabras elogiosas para “quien” me ha acompañado tantas horas de voluntariosa entrega sin mentirme ni una sola vez. La mentira, esa construcción estrictamente humana, nos aleja de los coches. Y más: aunque las personas y los coches nos dejan tirados, siempre los coches tienen mejores razones que algunas personas a las que habría que retirar de un solo zarpazo su tarjeta de circulación, por si las moscas.

Recuérdelo quien tenga flaca la memoria y rehúse de emplearla para consigo aquello que dijo la despechada Medea y que seguro sabe: “Bien sé que muchos mortales han nacido altivos. Y que unos lo son en privado y en público, otros. En cambio, los hay discretos que tienen fama injusta de ser desdeñosos. Pues no mira con justicia en sus ojos quien concibe odio, con solo mirar, sin conocer la índole de la persona, sin haber recibido de ella ofensa alguna […]. Tampoco me agrada el ciudadano insolente que, ignorante, procura daño a sus compatriotas”.


lunes, 11 de febrero de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (XLVII) - Un sueño, una novela




Debe ser cierto eso de que los sueños se cumplen. Y se cumplen, quizás, porque forman parte de la vida: soñar como un vivir especial más allá de los días que, uno tras otro, se suceden borrosos en la monotonía insulsa del trabajo, el atasco y los extractos del banco, puntuales como tristezas en los buzones que ya no esperan cartas de amor.

Y debe ser cierto que los sueños se cumplen porque hoy, por fin, se ha cumplido uno de los míos, también formando parte de esta autobiografía. No es nada especial para muchos, ni tampoco me hace diferente. Pero ver convertida en libro una novela escrita en la penumbra dichosa de las noches, me hace comprender que despierto también se pueden soñar los sueños: sueños hechos vidas, porque las novelas son existencias ajenas entrelazadas. Y vida porque la escritura es una manera de vivir, pero no en uno, sino en los demás. Debe ser que escribir, ese ejercicio de extraña intimidad, ni siquiera nos pertenece, si quien lo hace sabe que detrás de él se esconden, como los fantasmas, todos aquellos que han soñado antes que uno: abuelos, padres, amigos, compañeros. Y todos aquellos también que pensaron en mí antes de que yo pensara en ellos.

La editorial Toro Mítico ha recogido en folios y puesto precio y cara a lo que yo ordené que otros habían dejado a retazos: profesores, palabras, mundos. Y ellos han dado forma de libro a los sueños convertidos en novela, sueños que ya no me pertenecen y que devuelvo a todos los que en su día me dejaron en préstamo lo que ellos son y que, a su vez, fueron recibiendo de otros muchos, en ese proceso infinito que nos hace ser, pero que a la vez nos desintegra y nos hace vivir en mundos que no nos corresponden.

Al menos entiendo de esta guisa la literatura. Y a ella aporto mi minúsculo grano de arena, con El retrato de Sophie Hoffman, que un día de hace casi dos años empecé a escribir, pensando precisamente en lo que no era. Paradojas al margen, “no ser” puede ser un buen comienzo; creo, de hecho, que es el único comienzo posible.

Después de varios meses de espera, a partir del próximo 16 de febrero comenzará a distribuirse por algunas librerías (recordad que soy un poetilla menor). Es vuestro este libro, que aún no ha llegado a mis manos, y que ojalá tuviese para vosotros una milésima parte del valor que todos los libros que han precedido a este han tenido para mí, y que son, en resumen, una parte más que sustancial del mismo.

Me pongo serio: no creo demasiado en la propiedad privada de las cosas auténticas. Escribo en este blog con el mismo amor con que lo hago sobre una servilleta de papel. Escribo aquí como lo hago fuera de aquí, sabiendo que los euros solo frecuentan nostalgias. Y mañana, pensando en vosotros, volveré a mi trabajo con la misma resignación de buen ciudadano hipotecado.


martes, 5 de febrero de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLVI) - La miopía y otros defectos


(fotografía: archivo familiar)


Novelas al margen, las autobiografías también se escriben no como obras literarias, sino como recuerdos que van y vienen, prestados o propios, imaginados o verdaderos. Y es así cómo, ladrillo a ladrillo, se construyen las vidas.

Tomando café en buena compañía (eso también hace más edificantes las existencias) me hicieron recordar dos buenos amigos, ya empiezan a serlo, gente auténtica al fin y al cabo, buena en el buen sentido de la palabra machadiana, algo que llevo conmigo y que, prolongación casi mía, intuyo ya como una parte de mi cuerpo: mis gafas. Y recordé con ellos algunos años de estudiante en tierra de Castilla, en este poblachón manchego que dijo el grande de Baroja, mientras el café se consumía mirando los tejados pardos de Lavapiés, una tarde de precoz primavera en enero.

Y les conté cómo descubrieron que yo, el tercero de mis hermanos, también era miope. La prueba de fuego eran las quinielas o, mejor, sus resultados expuestos en la tabla de un bar, el de los Maños. Mi madre me pidió que le dictase aquellas equis, unos y doses que se balanceaban nebulosos en mi vista, más allá de la barra del bar adonde mis ojos parecían no llegar. Y la segunda prueba: la del calendario, por la que pasaron mis hermanos y yo con el estoicismo de quien asume que la vida se ve a así y no que es de otro modo. Y con colleja y un “niño no digas tonterías, que te llevo al oculista”, entre amenazante y preocupada, mi madre asumió aquel disgusto de que el pequeño tuviese que ir también con un pedazo de pasta con cristales amarrado a sus orejas de por vida. Entonces las gafas eran una forma de castigo infantil, cuando no había mobbing (¿se escribe de este modo?), ni estrés preadolescente, ni fobia escolar; y las gafas eran la dichosa artimaña de la guasa que otros utilizaban y que años después, guiños de la vida, tuvieron que lucir ellos, motivo de mayor guasa para los que, como yo, hemos tenido alguna vez cuatro ojos.

Pero, pese a que no recuerdo traumáticos aquellos años de primeras dioptrías, de hecho casi ni recuerdo nada, otras cosas de quien no ve porque no quiere (o sea, defecto del alma y no de la vista) sí que recuerdo yo. Cuando un imbécil escribió sobre una práctica que entregué algo así como que un miope lo hubiera hecho mejor: procedía de un supuesto adulto que ejerce sobre su alumno la intimidación ofensiva de una autoridad inversamente proporcional al tamaño de su pene y directamente proporcional a su estupidez. Porque quien no quiere ver tiene el defecto de la miopía multiplicado por dos. Ve la mitad y el doble de mal.

Esta fotografía tiene algo de todo eso. Es mi madre, la que hoy pierde poco a poco la vista: ve nubes, dice. La misma que descubrió que yo no acertaba a decirle los resultados de aquella dichosa quiniela que no nos tocó. Y yo le digo que es hermoso ver nubes, que mejor ver nubes que algunas otras cosas. Todavía tiene el color en los ojos de los caramelos de menta, y quizás sea eso lo único importante.


(a mis alumnos del BC21, que soportan las miopías de otros)