sábado, 22 de noviembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXV) - El hijo pródigo


Las autobiografías son también esos pequeños reveses que la vida da y que, recibidos despacio y con la impronta de las grandes catástrofes, después se relativizan sin querer hasta desaparecer en el bullicio de la vida, la anónima, con la que me siento mejor y reconfortado. Recurro a Machado una vez más, porque con él se entiende la avaricia del alma gris castellana de la que anoche hablamos unos amigos y yo. Decía el poeta que todo necio confunde valor y precio, y no pudo nunca decir verdad más honda, aunque hayan sido tantas las verdades a las que nos ha acostumbrado su poesía.

¿Por qué digo esto y lo ilustro con esta fotografía? Porque en tiempos de crisis y de banqueros y curas gordos que mojan sus bizcochos en el chocolate que todos les pagamos, hay que apelar a la imaginación y contravenir las normas del mercado. Fui a ver esta casa, y el amable vendedor me pidió más de cuarenta millones de las antiguas rubias. Hablando con él, me dijo también que buscaba comprar una casa más pequeña con el dinero que recibiese del piso que vendía, y yo pensé en mi pequeña casa de grandes muros y acariciante tarima de madera. Le propuse al comprador “tú me la compras a mí y yo a ti”, lo cual era un poco la música celestial del comienzo de un buen trato. Pero pensé más: era posible salir ambos beneficiados si a ambos pisos se les hacía una potencial rebaja del 33%, de tal manera que yo mi casa se la vendiese por la exigua cifra (relativo adjetivo) de 125.000 euros, infravalorada o, mejor, depreciada, y yo le daba a él además 136.000 por su casa, de la que no vale ni un solo enchufe, y que visualizo ahora como un mal montón de escombro. Estábamos vendiendo cosas más caras mucho más baratas de lo que en verdad dicen que valen hoy las cosas. Nos ahorrábamos dinero y satisfacíamos ambos nuestras necesidades mutuas. ¿Cabe mejor trato imaginativo en tiempos de crisis?

Pues aguanté estoicamente a que no solo no escucharan la excepcional oferta que planteábamos, sino que el hijo tonto del dueño de la casa me llegó a decir en varias ocasiones, sentado en MI sillón, que MI casa no era MI casa, y que yo no le podía vender a él mi piso a ese precio porque no le vendía un piso, sino una deuda (la que contraje con el banquero gordo hace cinco años). El hijo pródigo desmenuzó su estupidez llegando incluso a ser altanero y maleducado, cosa que soporto menos. El señor pasó de los cuarenta y uno a los treinta y siete, y de los treinta y siete a los treinta y ocho, aduciendo que debía encarecer su casa para pagar las escrituras de la mía (delante de mí, diciéndome algo así como que yo también tendría que pagar sus escrituras). El maleducado del hijo dejaba de escuchar cada vez que le sonaba su móvil. Y el bueno de su padre seguía sin enterarse de nada. Finalmente, la didáctica condujo al entendimiento y vio en nuestro trato la buena oferta que desde el principio había. Y me dijo un tibio “sí”, que debía de madurar.

Y quien maduré fui yo, biográficamente hablando. Tres horas después llamé al buen señor que no se enteraba y le dije que olvidase nuestra oferta, que mi casa ya no estaba en venta, y que no estaba dispuesto a seguir con esa negociación en la que una parte se cierra en banda, se obstina en la peseta y piensa que un montón de escombro tiene el mismo “valor” que MI casa “precio”. He aquí la gran confusión de la que nos habla Machado. Hay quien piensa en “precios”, y sueña con ser el banquero o el cura galdosiano que come los bizcochos que otros les pagan. En tiempos de crisis hay que ser imaginativos, y ellos fueron, sencillamente, avariciosos. Hoy me ha vuelto a llamar por teléfono, supongo que después de consultar con la almohada sus dos problemas: uno, el vender su casa-escombro arruinada; y dos, buscar un piso más barato que el mío. Por supuesto, no le he cogido el teléfono. Habrá sufrido esta noche, mientras yo tomaba copas en muy buena compañía con la tranquilidad de tener la conciencia tranquila, esa sensación de que la avaricia le ha roto el saco de sus escombros.

domingo, 9 de noviembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXIV) - La antología.
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Nos acompañan tan silenciosos, como fantasmas, que no reparamos en que ellos, con su silencio cosido en lomos a veces parecidos, pero siempre diferentes, han poblado también autobiografías y vidas que, como si solo hubiesen pasado rozándolas, las han llenado de lo que ellas son en gran medida. Y algo así siento cada vez que veo este libro que ya ha llegado viejo hasta mí, y me ha hecho mucho más joven, quizás el que yo era hace quince o diecisiete años. Esta fue la primera edición en la que yo leí a Machado, en una antología en rústica manoseada de una biblioteca, y por eso pasa aquí, a este otro lado de las existencias en que se recuerda lo que no siempre se puede recordar.

Y es entonces, al observar su cubierta marrón y beige con la mirada de antaño, noto que aquel objeto no es solo un objeto, sino un rastro de alma por allí perdida, sin planos, sin tampoco demasiado horizonte, arrugado en la memoria, como otras viejas fotografías. Se convierte, sin quererlo, en un milagro de la memoria, de la primavera aquella en que reverdece una rama igual que un recuerdo. Qué forma más hermosa tuvo el autor de aquellos poemas de hablar de la vida venidera y de la memoria, todavía impresa en el tronco robusto que fue, y que ahora se deja ver hendido por el rayo. O del banco que verdea debajo del laurel, envuelto en la humedad de un invierno de llovizna. Cómo no hacer de uno el paisaje de negros encinares, por donde pasa el hombre apenas sin dejar sus huellas, y sin mirar la senda a su espalda. Es biográfico también su ascetismo silencioso de caminante tímido por páramos con historia pero sin presente. Y también lo es su complementario, el que es en su envés su yo fundamental.

Se amarillean las páginas tan fácilmente en estos libros anticuados y baratos, que en estos tiempos de Internet y fugacidad, uno no piensa que en verdad maduran en vez de avejentarse. No podría decirlo, si no fuera porque a medida que pasan los años, lo siento más valioso aún, más jugoso, como la fruta a punto de explotar doblegando con su peso excesivo la ramita de un árbol. Sería mentira afirmar que todo lo bueno que me ha pasado en la vida se debe a este librito. Pero falso ocultar que muchas de las buenas cosas que he vivido se deben a él, solitario y lleno de polvo, como un trasto viejo de esos que pueblan algunas vidas despobladas.

(A Mariete, que por su cumpleaños, tambien le habrá pasado algo así)



sábado, 1 de noviembre de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LXIII) - El frío.
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(fotografía: África Salces)

Vuelvo a Madrid, a esta ciudad que no tiene estación del año, y que solo a veces sorprende con sus cielos grises y sus fríos prematuros, como avisando de que es ya invierno, aunque no lo sea todavía. Y entonces es cuando más apetece pasear, por la calle de las Huertas o por la del Príncipe, y tomar un café caliente en el Barbieri o en el Despertar, con su correspondiente dosis de decrepitud y nostalgia. Ha llegado el invierno ya, o eso parece, pese a que aún no se hayan encendido las ostentosas luces navideñas que, también en tiempos de crisis, nuestro desgobierno municipal costea con el entusiasmo de la estupidez profunda. Y nadie se ha percatado, en días como estos, de que sobran las luces y basta con mirar el gris hermoso (que no es del humo) de algunas tardes sin que molesten esas imbéciles y multicolor invitaciones para que seamos artificialmente felices.

Olvidaremos, una vez más, los ocho millones de pobres que dicen hay en España, olvidaremos también las ochenta mil familias que no pueden pagar sus intereses (que no son intereses de ellos, sino de otros), y nadie parecerá poner más interés en solucionar estas cosas que los caprichosos que, siempre con dinero ajeno, taladran la ciudad, la horterizan con bombillas como si Madrid fuese un travesti y pendejean en sus coches oficiales privatizándonos hasta el íntimo placer de caminar cuando hace frío, como hoy.

En invierno y en esta ciudad inmensa uno siempre tiene la sensación de andar desnudo. Como si el frío seco de este terruño hormigonado no nos permitiese comprender la belleza de los árboles sin hojas, mientras el reloj del tiempo nos marca su demora, igual que si hubiese empezado una cuentaatrás más para que empiece de nuevo el sofocante calor de los veranos. Y digo más: es hermoso incluso estar triste, sobre todo si se comprende que no todos tenemos que abusar de la felicidad al mismo ritmo trepidante del consumo y de esta vida sometida a la norma. Así son también las autobiografías: angustiosas y dañinas, como Esperanza Aguirre.