viernes, 7 de diciembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XLI) - Miguel y René
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(fotografía: archivo personal)

Ocurre a menudo. Con el paso del tiempo, uno va incorporando, sin quererlo, biografías ajenas, vidas prestadas, que pasan a formar parte de ese ideario íntimo que nos diseña y que nos dice cómo somos o qué no podremos llegar a ser. Me ha sucedido a mí en alguna ocasión: cuando he recelado de las vidas de otros escrutando el mundo secreto de sus epistolarios o de sus fotografías, y que he ido empezando a comprender cómo las vidas de otras personas se incorporan a la propia experiencia de uno, sin que los hombres y mujeres que uno espía sientan, sin embargo, que ellos construyen en otros lo que somos.

Tengo desde hace unos días en la mente escribir esta entrada. Hablando con un compañero de trabajo, Javier, se llama, intuí que sentía él como yo el amor compartido por la poesía de un poeta que ha formado en mí, casi tanto como en él, ese diario sentimental en préstamo (sentimientos que no me corresponden, pero que uno puede hacer suyos) del poeta de Orihuela Miguel Hernández. “Tristes guerras”, escribió, y quien lo lee no deja de ponerse a dormir “solo y uno”, como si la pena “tiznase cuando estalla”, sintiendo que donde uno se “halla no se halla, hombre más apenado que ninguno”. Y es que supongo que la poesía (la buena) nos hace partícipes de los demás tanto como a nosotros conscientes de nosotros. Y estoy seguro, por ello, de que en algún momento, sin que nos conociésemos, hace muchos años, él en Valladolid y yo en Madrid, habremos podido coincidir leyendo a la par el mismo poema: “Carne de yugo ha nacido” o “Por una senda van los hortelanos”, porque era la sagrada hora de la lectura. “Besar zapatos vacíos” es también sentir por el prójimo su pérdida, que no dejan de ser pérdidas desconocidas, pero acercadas a través del verso.

Y algo así me ha sucedido con un pintor: René Daudet, cuando en el Rastro de Madrid rescaté de entre cientos de papales rancios, a cambio de algunas pesetas, un dibujo sobre papel, rubricado por él, que vendía un viejo trapero. Igual que en los versos de un poeta, en las firmas de los pintores se ocultan vidas, vidas que ocultan otras vidas, y fue así como me propuse indagar en ellas. Nació en París, donde estudió y amó a la modelo de muchos de sus cuadros, una tal Sophie. Después, llegaría a España buscando la luz de Picasso, participó en el Congreso de Intelectuales Antifascistas hasta que su rastro se pierde con la sucesión de desgracias que trajo consigo aquella guerra española. Guardo con exquisito cuidado aquel valiosísimo dibujo suyo; tan solo un papel que ha sido el motor de una investigación que me ha llevado varios años: bibliotecas, museos, libros. Sólo para acrecentar esta autobiografía que, igual que ocurrió con Miguel Hernández, me ha ayudado a construirla desde fuera de mí.

(A Javier Barrio)