sábado, 1 de noviembre de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LXIII) - El frío.
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(fotografía: África Salces)

Vuelvo a Madrid, a esta ciudad que no tiene estación del año, y que solo a veces sorprende con sus cielos grises y sus fríos prematuros, como avisando de que es ya invierno, aunque no lo sea todavía. Y entonces es cuando más apetece pasear, por la calle de las Huertas o por la del Príncipe, y tomar un café caliente en el Barbieri o en el Despertar, con su correspondiente dosis de decrepitud y nostalgia. Ha llegado el invierno ya, o eso parece, pese a que aún no se hayan encendido las ostentosas luces navideñas que, también en tiempos de crisis, nuestro desgobierno municipal costea con el entusiasmo de la estupidez profunda. Y nadie se ha percatado, en días como estos, de que sobran las luces y basta con mirar el gris hermoso (que no es del humo) de algunas tardes sin que molesten esas imbéciles y multicolor invitaciones para que seamos artificialmente felices.

Olvidaremos, una vez más, los ocho millones de pobres que dicen hay en España, olvidaremos también las ochenta mil familias que no pueden pagar sus intereses (que no son intereses de ellos, sino de otros), y nadie parecerá poner más interés en solucionar estas cosas que los caprichosos que, siempre con dinero ajeno, taladran la ciudad, la horterizan con bombillas como si Madrid fuese un travesti y pendejean en sus coches oficiales privatizándonos hasta el íntimo placer de caminar cuando hace frío, como hoy.

En invierno y en esta ciudad inmensa uno siempre tiene la sensación de andar desnudo. Como si el frío seco de este terruño hormigonado no nos permitiese comprender la belleza de los árboles sin hojas, mientras el reloj del tiempo nos marca su demora, igual que si hubiese empezado una cuentaatrás más para que empiece de nuevo el sofocante calor de los veranos. Y digo más: es hermoso incluso estar triste, sobre todo si se comprende que no todos tenemos que abusar de la felicidad al mismo ritmo trepidante del consumo y de esta vida sometida a la norma. Así son también las autobiografías: angustiosas y dañinas, como Esperanza Aguirre.