viernes, 29 de agosto de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LIX) - Orihuela


(fotografía: África Salces)

Las autobiografías se escriben también con la tinta que van dejando esos sitios que uno visita a veces, y entonces hace suyos esos lugares que no son propios nada más que por las casualidades que nos han ido dejando las carreteras y sus mapas. Y he hecho mío este pueblo por el que he paseado este verano. Existía en los libros, en las reseñas, en las biografías del eterno poeta Miguel Hernández. Y visité su huerto, y vi la parra y la higuera bajo las que escribió sus versos, mientras el calor zumbaba con las chicharras y el viento no movía las altas hojas del palmeral de Orihuela, a la sombra inmóvil de sus peñas.

La casa del poeta resiste al hormigón y al ladrillazo. Cuesta pensar en la humildad con que vivió uno de nuestros autores más ilustres: su destartalada cama (su intensa enredadera / elevará las sábanas / mientras el odio se acumula / detrás de la ventana /, decía un poema suyo), el brocal de su pozo y su establo diminuto de diminutas cabras. La casa la cuida un sobrino del poeta, que riega el huerto y, amable a pesar del resentimiento lógico, la muestra con pocas y discretas palabras.

Y la tristeza crece (como el toro nació para el luto), cuando el viajero observa el estado de su otra casa, la casa en la que nació Hernández: abandonada, comprada por un ayuntamiento que no la ha rehabilitado por desidia y desprecio ideológico, con los jaramagos creciéndole en sus paredes, con su techo derruido y sus vigas devoradas por la carcoma. Parece no pertenecer a nadie, pero ese edificio en ruinas, una minúscula casita encajada entre otras en que se recuerda que fue el primer hogar del poeta con una placa borrosa, forma parte de nuestro patrimonio sensible. Y debe ser cierto eso de que en España a nuestro patrimonio inteligente se le desprecia con el ímpetu de la ignorancia (y también de la maldad).

Nos lo dijeron: para los viejos caciques que todavía gobiernan nuestros pueblos, Miguel Hernández es un estorbo, un estigma que no se supera. Parece que quisieran olvidar que ese ilustre vecino suyo también fue un ilustre vecino mío, y de todos los que supieron valorar su poesía y su hondo sentido de lo justo. Quisieran acallarnos a todos los que llegamos a Orihuela buscando a Miguel: tal vez les recuerda molestamente a muchos lo que fueron en otro tiempo. Saben que llegamos hasta allí buscándolo, pero quieren ignorarlo. Pesa el pasado demasiado para muchos. Y a regañadientes terminarán arreglando su casita, como si al que han despreciado desde siempre ahora le rindieran reverencias y homenajes.

Tengo un recuerdo ignominioso narrado muy cercanamente: en el último congreso internacional del poeta, que se celebró en Madrid, el acto de clausura lo quiso cerrar entre abucheos Zaplana (aquel año aciago del 11M y de la guerra de Irak). No quiero mezclar cosas: pero el ayuntamiento de Orihuela tiene el mismo moreno ideal que el que lucía aquel que dijo que la política era una formidable manera de hacerse rico.

Y mientras tanto, Miguel Hernández sobrevuela su pueblo y el mío, aunque en su pueblo no todos lo quieran como es deber moral quererlo y sentirlo cercano y vivo. Allá cada cual con sus afectos, pero si incorporo este lugar en esta autobiografía, no es porque todas las iglesias de Orihuela luzcan las lustrosas restauraciones costosas de sus fachadas y campanarios, sino porque la casa en la que nació el poeta se muere despacio, mientras hay quien mira hacia otro lado y cobra del erario sin escrúpulos.

(Para Agustina, propietaria del Jamón Jamón)