domingo, 24 de agosto de 2014

AUTOBIOGRAFÍA. Rascacielos



¿Rascacielos?, se preguntaba Miguel Hernández mirando hacia arriba los edificios de la Gran Vía de Madrid. Y se respondía: "Rascaleches", ante la soberbia humana que aparece en el mito de Bebel, porque no se puede llegar al cielo desde nuestra minúscula existencia. Y, sin embargo, lo parece; da la impresión de que se puede llegar al cielo, de que si no al cielo, sí se pueden tocar las nubes en las ciudades que uno deja impresas también en sus biografías. No al cielo, pero sí muy cerca, en las urbes que fueron creadas allá por los años veinte y treinta, con las grandes avenidas que solo se pueden encontrar después de muchas horas de viaje. 

Es difícil decir lo que se siente cuando uno se encuentra en el centro de aquellos lugares, donde las razas se mezclan y la vieja Babel se materializa en carteles luminosos, en frenéticos cruces de calles que viven a la sombra de los edificios más altos del mundo. Es un reto a la curiosidad asomarse desde una planta noventa y cuatro, y ver desde allí una humanidad diferente que deambula sumergida en su ingenuidad que bebe en vasos de papel. Lo miro con la distancia de un vagabundo en Michigan Avenue, que en su negritud, extiende su brazo agarrando un cartón pintarrajeado en que me intenta explicar que es un homeless. 

No te reconcilias con el mundo viendo cómo cada cual camina con su indiferencia a cuestas, mientras inmensos muros de cristal y acero hacen del espejo en que cada hombre debería mirarse para comprender que sus diferencias son menores que las que puedan imaginarse. 

Y sí, también es grato comprender que Picasso o Monet pensaban eso mismo, cuando pintaban sus calles de París o sus madres agarrando a sus hijos y es en aquellas ciudades en las que ahora se pueden ver sus cuadros. Hay algo de soledad impresa también en las pinturas que llenan los museos de esas ciudades. Hoper o Pollock nos lo dicen con su equilibrio nostálgico o con la rabia desatada. Ambos son la dos caras de esos paisajes urbanos por los que el extranjero se fascina.

Un murmullo no deja dormir: no te sientes descansado nunca, agota la contaminación de los ruidos, de las palabras que pertenecen a una lengua extranjera, y ni siquiera los parques frondosos apaciguan el rumor de gentes que pasean, compran, trabajan y malviven en aquellos lugares, en los que, de fondo, sientes oír entre el resto de sonidos desordenados a Duke Ellington. Me quedo con él, por si existieran dudas.