martes, 2 de enero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (VI) - Al borde de octubre

(Fotografía: archivo familiar)

De esta imagen, recompuesta como tantas otras, tampoco fui testigo. Pero mi madre la recuerda, con sus primas a cada lado, como el resumen de una época que apenas con dos palabras se pudiera describir. Era el tiempo lejanísimo en que no había discotecas y los jóvenes se divertían paseando. Así de simple lo sintetiza ella. Ni botellón, ni tecno, ni consumo ni humo, porque no había dinero, y bastaba una tarde soleada sin cine para disfrutar de una pradera. Quizás en las orillas del Jarama o en las del lago de la Casa de Campo, y sonrisas pequeñas, como tímidas, retomando la ilusión por la vida, albergando en silencio la mustia esperanza de crecer.

Es probable que esta instantánea, tomada algún año después de mil novecientos cincuenta, recree sin pudor un mundo nuevo; el de la felicidad sencilla. Y sonríe muchísimo cuando la ve, expansiva y reviviendo el momento aún, porque aquellos años del Madrid sombrío desperezándose jamás pudo iluminar las vicisitudes de costurera y sirvienta que fueron ella y su madre, mi abuela, en habitación de alquiler con derecho a cocina. Cuenta que tuvieron una casera aficionada más al alcohol que al trabajo, y quejosa con la luz que gastaban, ambas ponían en la rendija que deja la puerta con el suelo un paño de fieltro grueso para poder seguir cosiendo por las noches. Deambularon por otros alquileres de habitación por Lavapiés, entonces el barrio de los que llegaron con la alforja llena de necesidades desde los pueblos más remotos, y habitaron buhardillones inclinados y patios interiores y de vecindad con olor de verduras cocidas. Pero no hay amargura en el recuerdo.

Las tres protagonistas han cambiado mucho, acierta a comentarme, para que yo reconstruya mi biografía en blanco y negro, aquella en la que no participé ni siquiera como proyecto futuro. Luz ya ha enviudado, la pobre. Pero tiene hijos, como el resto. Otras han progresado un poco más que yo, afirma. Prefe se casó antes. Y, pese a todo, las tres se dicen felices, como muestran en sus caras agraciadas que ofrecen ese gesto propio de la fineza rural que tenían las costureras en el Madrid de la tardía postguerra y la timidez propia de una edad vacilante, en la que las preguntas estaban prohibidas (por las convincentes razones de la política).

Sus blusas hasta el cuello, sus faldas por debajo de las rodillas y sus peinados saltan del propio retrato, del que también ignoramos su autor, para hacernos retroceder casi un siglo (o más). Sencillamente, para observarnos con la distancia que nos hace diferentes a ellas. Hijos lejanos, se diría.


Prefe y Loren miran a la cámara preocupadas por salir sonriendo; Luz posa casi como una actriz de cine, girando un poquito la cabeza. Estaba a punto de aparecer el otoño, con sus hojas esparcidas, pero aún el calor entibiaba la tarde. Aquellos grados de más, al borde de octubre, también fueron fotografiados con ternura. Y sin saberlo su fotógrafo han dejado la huella imborrable en este retrato rescatado igual que otros del olvido.