miércoles, 25 de diciembre de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - El derecho a la ausencia. 



Lleva haciendo en Madrid algunos días un frío excluyente y temerario, un frío lluvioso como en pocos diciembres recuerdo. Un frío inhóspito, pero placentero, que me ha devuelto al paseo de las siestas otro 25, mientras la ciudad parecía descansar de la cacofonía navideña y la torrencial tontuna de cada año. Daba la impresión de ser la primera página de una novela del siglo XIX: de fondo, las campanas de San Andrés se escuchaban llamando a misa, y un olor de leña húmeda y un silencio de vieja ciudad de provincias convertían a Madrid en un espacio vivible, en el que, sin gente, pasear era una gozosa experiencia que hacía olvidar esa indecencia de la masa apretujada a las puertas de los grandes almacenes.

Un frío gozoso. Un cielo que había dejado algún claro después de la torrencial lluvia de anoche. Y un silencio transparente debido a que no había en la calle muchedumbres, coches ni sirenas, refugiados de las bajas temperaturas y de las calles encharcadas con el recelo del constipado. Es el invierno y su impronta. Y es sobre todo mi reivindicación del derecho a la ausencia, que lo defiendo con la misma vehemencia de los que reivindican el derecho a la vida (que paran las pobres para tener mano de obra barata, que ya se encargarán los míos de que no tengan escuelas, y sí amplios centros comerciales).

Mientras, la ciudad entera se enraizaba en su propia decadencia: la expropiada Plaza de la Villa, en su calle Mayor, ahora acomplejada y viejuna, con sus cafés y tiendas cerradas, que mira con sus ojos barrocos a los pocos transeúntes, abstraídos en sus teléfonos móviles. Hasta el Palacio Real sin riadas de turistas parecía un falso y anciano monumento de cartón piedra, como sus estatuas egregias de fingidas miradas huecas: reyes antiguos, casi mitológicos, embarrados en medio de parterres sin gente, rodeados de árboles desnudos, en el paro, desarrapados, mientras un acordeonista en la esquina de la calle del Espejo entonaba un villancico luciendo su reciente licencia de músico trashumante.    

Derecho a la vida, sí, pero sin multitudes, por favor. En eso consiste el derecho a la ausencia en estas fechas. En que no pase nada por faltar y en que no pase nada por que algún día al año casi todos falten, y las calles se conviertan en un tranquilo ir y venir de plácidos solitarios caminando con las manos al bolsillo. 

jueves, 12 de diciembre de 2013


AUTOBIOGRAFÍA - La verdad, de soslayo.



No sabemos muy bien a qué huele la pobreza, y de un tiempo a esta parte tampoco sabíamos en qué lugar se encontraba, dónde dormía, dónde terminaba los días, o dónde se detenía para contemplar el mundo. Siempre ha poblado nuestras ciudades, siempre estuvo, pero de un tiempo a esta parte, la pobreza coloniza Madrid con un aroma inhóspito de tercer mundo o de postguerra.

Hay imágenes que terminan de completar los ojos, que llenan con una vulgaridad auténtica las calles otra vez iluminadas por la cochambrosa monotonía navideña, ese subterfugio pueril para hacernos olvidar un momento que, una trampa del destino, un despido injusto o un mal tropiezo en la vida, nos puede llevar a cualquiera de nosotros a buscar un cartón con que taparnos.

El mundo de la comodidad en el que vivimos se sostiene por un débil hilo que cualquier hijo de vecino, desde un despacho, desde una gris sucursal bancaria o desde un oscuro pasillo de algún ministerio, puede cortar con la impunidad con que ya han cortado otros hilos: sanidad, educación, cultura, igualdad, derechos, libertad de expresión suenan ya a arcaísmos lejanos, como si de términos usados por el derecho romano se tratasen, allá por el siglo primero.

Es imposible, si se tiene un gramo de humanidad, mirar para otro lado. En el centro de las ciudades reina un ejército, galdosiano y de Misericordia, en que los harapos se entremezclan con los cartones, y los rostros agriados por el vino de la pobreza con los únicos pantalones y zapatos que los últimos desposeídos contemporáneos solo tienen. Estos son los restos de un país que quiso superar sus propias demoliciones. Dan ganas de poner un punto final a cualquier biografía, a cien años de soledad que convocan todos los finales del mundo: un sutil apocalipsis se ha cernido sobre Madrid para recordarnos la fragilidad de la riqueza, la inmoralidad de la clase política y la dignidad que nos han hecho perder, dejándonos arrostrados por el miedo a acabar como esta gente si no se guarda el sumiso silencio de los condenados por la injusticia.

Son viejas estas imágenes. Pero recuerdo, bajo el cartel luminoso de la estación de Atocha, que un día hubo flores en nombre de las víctimas: velas encendidas, poemas, frases, lazos rememorando a los que cogieron un tren aquel último día de marzo en que a todos se nos detuvo la historia. Nadie parece recordar a estos otros muertos vivos, a estas otras víctimas del terrorismo (económico) que han multiplicado por diez su presencia en la ciudad en los últimos tres años. Quieren que miremos para otro lado, pero no lo conseguirán, porque aún no han prohibido que miremos de frente a los hombres que son como nosotros. La verdad nunca puede mirarse de soslayo, aunque ellos lo hagan desde los cristales ahumados de sus coches oficiales. 

miércoles, 23 de octubre de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - Los gestos



Mañana no iré a trabajar. Quizás este gesto repetido ya una veintena de veces en los últimos dos años, no sea nada más que eso, un gesto. Ni siquiera alcanza, como dice un amigo mío, el calificativo de huelga, aquello que dura apenas un día y no tiene vocación de continuidad. Es por ello por lo que es solo un gesto. Pero hay gestos, muecas que uno hace levemente, que bien pudieran cambiar el mundo: una sonrisa en el momento adecuado, una suave negativa ejecutada con el movimiento de la cabeza, o la aceptación que se expresa solamente cerrando algún segundo los ojos.

Es, sin embargo, un gesto viejo, caduco, concebido para aquellos viejos patrones que leemos en las novelas o relataban nuestras abuelas, recordando la miseria en la que vivieron esperando el azote del capataz o el registro autoritario de un guardia civil que esgrimía su poder robando a los pobres algunas patatas, o requisando algo de aceite intercambiable por naranjas. Así eran aquellos años en que la huelga aspiraba, como se aspira cuando uno hace un gesto leve, a cambiar el mundo.

A mí me bastaría con deponer a un ministro, a una consejera o a cualquier otro gaznápiro asesorado malamente por esa corte puesta a dedo que esquilma, sin sentido, lo que es público y de todos: los hospitales, las escuelas, los parques en que pasear a tu perro o los pedazos de calzada en que, imprudente uno aparca el coche, mientras el estado supervisa si los quince minutos de tu detención son tan imprudentes como pensar que un ministro de educación (o su ex) es medianamente listo.

Es solo un gesto, pero mañana no veré el otoño detrás del cristal de mi clase, de mañana parda y fría. Sin educación estamos condenados a repetir el estraperlo, condenados a que los hijos no superen a sus padres, condenados a la pobreza a la que quieren los listos de Suiza llevarnos, para ellos seguir amasando impunes sus miserias. Nunca pensaron que enseñarnos a leer produjera estas hordas intelectuales que pueblan las universidades, protestan en la calle o defienden la necesidad de un futuro más allá del que apruebe el juez de nuestros bolsillos. No pararé solo por la educación, sino también por todo aquello que debilita nuestra militancia como ciudadanos. Nos dieron una libertad con los finos barrotes de las jaulas y nos atemorizan con sus leyes, con sus doctrinas, con sus delgados argumentos sin semántica alguna, con expedientes, con decretos, con la sombra del despido.  

Por un día solamente cerraremos los libros para abrir nuestra memoria. Nos lo hicieron creer y tuvimos que creerlo. Pero por más que nos roben, no podrán quitarnos de las manos cuanto aquellas escuelas  que creímos democráticas nos dieron: la conciencia de que no sobran profesores y sí sobran las ganas en algunos de robarnos el futuro. Recordamos cómo se lo robaron a nuestros padres y abuelos entonces. Habrá que acordarse de nuestros viejos maestros: los que nos enseñaron a leer y los que después nos enseñaron a pensar, los que nos hicieron peligrosos para quienes hoy ven peligrar sus privilegios heredados desde aquella larga historia nuestra en que la maestra o el maestro eran los primeros en ser los paseados. De aquellas lluvias, vienen estas tempestades (y estos ministros).   


lunes, 23 de septiembre de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - Comienzo de curso



Cualquier persona siente sonrojo ante imágenes así. Los niños en fila, con sus peinados modernos, mientras entra la luz por los grandes ventanales que dan paso a un jardín. Están vestidos sin uniformes y sobre la pizarra no están los consabidos y manoseados crucifijos ni los viejos retratos que ya forman parte del imaginario colectivo español. Sonrojo y estupor. Sillas cómodas, mesas individuales. Esta es una escuela de los años 50 en Dinamarca. Es en blanco y negro como muchas otras escuelas, pero no tanto como podría ser la fotografía de un colegio español de aquellos años, en los que el reglazo sobre los nudillos o el cara al sol azotaban a su modo la inteligencia y la sensibilidad de nuestros padres. 

Sonrojo porque frente al furor de Eurovegas, ese gran puticlub aplaudido por los imbéciles que hablan inglés en público sin el decoro apropiado, una vieja fotografía de un país extranjero nos debería situar en el auténtico lugar de Europa que ocuparemos, no en el sur del continente, sino más abajo: en los faldones de la vieja mesa camilla en la que los legionarios de la zafiedad quieren dejarnos de por vida. Volvemos al colegio vulgar, a la realidad española de los comedores que sufren sus correspondientes copagos, a las seicientas mil becas menos, a los veinte mil profesores que engrosarán el paro este año (brotes verdes, los llaman, supongo que por la camiseta que visten con el dichoso lema de lo público). Tasas abusivas en la Universidad, profesores colmados de horas y desprestigiados y maltratados como a viejas putas medievales en los arrabales de Madrid, sueldos depreciados, sustituciones no cubiertas y niños en barracones son el mapa que diseña esa geografía del recorte ideológico. Así nos tuercen el gesto: sin poemas, con una prosa aburrida de torpes resonancias de postguerra. 

Una pregunta con que Hamlet se retuerce, esa es la cuestión: ¿ser Eurovegas o Dinamarca?,  ¿Wert o no Wert?, ¿Figar o no Figar? Desean implacables que haya menos universitarios, que bajen las cifras del gasto educativo, mientras ellos se subvencionan el menú en el Congreso, mientras destilan sus fraudes en Suiza con el beneplácito de los que nos gobiernan, mientras el dinero de los parados se lo quedan cuatro golfos de la bancada de enfrente. ¿Ver o no ver? Mirar para otro lado o plantarle cara a la infamia que nos retrasa en décadas, que fomenta la desigualdad y que rompe con el poco bienestar que nos quedaba.  

Reconforta ver escuelas como las de esta fotografía. Reconforta ver que hubo quien pensó con razón, como se ha demostrado con el tiempo, que solo la cultura puede plantarle cara a los engominados prestidigitadores que falsean los balances codiciosamente, mientras piensan que no nos damos cuenta. 

miércoles, 21 de agosto de 2013


AUTOBIOGRAFÍA - Regreso del invierno



Como siempre los viajes forman parte de las autobiografías, y muchos viajes no resultan ser a lugares, sino también a tiempos diferentes, o a estaciones del año que no están en los mapas, y que no se encuentran en los grandes paneles informativos de los aeropuertos. Por eso, porque se viaja a las estaciones del año también, yo he regresado del invierno, cruzando el mar, desde latitudes que ni se sospechan desde las calles de mi barrio. Y siempre el mar, esta vez gris, con niebla, abierto y diferente al de las playas repletas de gente: para los animales de ciudad sin mar, como yo, como la mía, el mar siempre es un naufragio de misterios, tiene ese poder ensoñador que a la gente de tierra adentro le hace alimentar fantasías. Ocurre con los barcos, cuyo poder evocador nos lleva también lejos, a paisajes inexplorados y a otras épocas, mucho más que los trenes o los modernos aviones. Los barcos siempre son el refugio de la imaginación.


Y cuando uno regresa del mar del Norte, o de una fantasía alimentada en barco, o desde lejanos bosques donde el verano no existe, uno vuelve a las cotidianas temperaturas, a los influjos tristes de las pequeñas traiciones cotidianas, a la velocidad de un regreso inminente al trabajo, a la sospecha de los buzones con facturas y a la ciudad sin mar que espera a terminar su verano como si fuera un mal recuerdo, que tamizarán las primeras hojas caídas de un futuro y repentino septiembre.

Lo que espera en los regresos siempre suele ser lo mismo, lo que se dejó apartado y lo que se quiso dejar de lado al menos unos días. Siempre se queda pendiente un algo de importancia relativa que uno debe afrontar con la pereza de una siesta. Los reencuentros con la realidad infructuosa o con la familia o los amigos. Cada final de verano es un comienzo incierto: a qué regreso, cómo estará todo cuando vuelva, qué habrá cambiado de lugar en el mapa de mi vida.

Y uno llega a comprobar que poco es lo que ha mudado su estado: tu calle, tu casa, lo que creíste que desaparecería, lo que no pensaste en volver a encontrar. Casi todo sigue igual después de tu viaje al invierno, incluso el verano. 

miércoles, 12 de junio de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - Madrid, a lo lejos




Madrid, desde lo alto, parece otra ciudad: tiene una vaga reminiscencia parisina, de grandes avenidas que se entrecruzan formando una cuadrícula inmensa. Son las ciudades a lo lejos, que como algunas personas, parecen otras; se abren precipitadamente como un horizonte de hormigón, huyendo del atasco, del ruido de los autobuses y las motocicletas, y parecen vivir un sueño de postal sin nostalgia.

Desde arriba nadie ve las otras caras de las ciudades, ni de la de sus pobladores;  hay que vivirlas de cerca las urbes y comprobar cómo cambian en la mirada minúscula de sus paradas de autobús, de su suburbano, en cómo visten los que cruzan los pasos de peatones con su precipitación de urgencias laborales o consumistas.

Hay que reparar en los rostros de quienes viven de cerca la opulencia o la miseria; hay que observar también la soledad con que caminan algunos, su no pasado, su rancia pose, su moderna elegancia. Desde arriba nadie ve las otras cosas que sí se ven viviendo las ciudades en la proximidad. Lo mismo ocurre con quien amas o trabajas. Los que no son amigos pasan las horas en sus silencios de malas personas muy cerca de tu despacho, de tu oficina, del piso en el que vives. Los hay llenos de nobleza también, los que no hablan sino que elaboran con sus palabras discursos que abrazan o te besan con sus ideas.

Por eso los turistas siempre buscan (buscamos) lugares altos desde los que contemplar las ciudades: torres de marfil que a veces las antiguas metrópolis se construyen en sus corazones grises, para que nadie las pueda mirar desde el centro del alma, sino desde el espejismo remoto de sus azoteas. 

Visita el booktrailer de "Los papeles de Madrid"



viernes, 31 de mayo de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - Una imagen o mil palabras

Para cualquiera que ame las palabras sobran las imágenes, aunque siempre las palabras han tenido una relación extraña con las fotografías: o al menos así lo siento yo. Conviven, a veces, con esa delicada docilidad con que los hombres adiestran a sus perros, los humanizan. Los escritores, a su modo, también lo hacen así: buscan imágenes con palabras, las pintan, y después por si hubiera duda buscan las fotografías para terminar el círculo de la literatura, que empieza casi siempre con un pronombre y termina casi siempre también con un retrato antiguo que la memoria tiende a valorar como único entre todos los retratos. 

Por eso, porque amo las palabras casi tanto como las imágenes no he querido comenzar este post con una fotografía ilustrativa. Primero, son las palabras, después los viejos daguerrotipos. Y así está ocurriendo con Los papeles de Madrid: al comienzo fueron las palabras y después vino el booktrailer, en esta era digital, informática y técnica a la que ya casi nadie escapa. No me seduce más un paisaje que el relato que pueda hacer de él un hombre. Andan en un mismo pasillo ambas cosas, estrecho, en el que casi se rozan, si el poeta que lo describe busca una metáfora lúcida, o un símil atrevido: los árboles son como los delgados sonidos de los pájaros o un azulado beso hace mover los espesos trigales del mediodía. Quién sabe qué puede ser más gozoso en el fondo: mirar anaranjándose un Madrid de tejados terrosos, ¿te acuerdas?, o un endecasílabo sutil del XVII. 

El caso es que aquí dejo para mis amigos una sucesión de imágenes que resumen esta novela que me desvela aún (sin rima) y que en una semana andará por librerías o vaya usté a saber por qué andurriales.


domingo, 26 de mayo de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - En breve...



Vivimos tiempos renuentes, pero al fin y al cabo siempre ha sido así la vida. Es cierto que hay quien ha jugado con nuestra sorpresa, y nos ha asaltado en medio de un sueño de bienestar que hacían del mundo una larga siesta. Pero vivir tiene esas complicaciones también, y escribir, estar enfermo de palabras que supuran como si no lo quisiéramos de un pozo oscuro y misterioso. Al fin y al cabo, ni la vocación ni la valentía se hipotecan; no son bienes tangibles y, sin embargo, son los mayores bienes: la insistencia, la constancia, el querer, el trabajo silencioso, sin demasiadas alharacas, solo las justas.

Y es así cómo nacen Los papeles de Madrid, más cercanos, pero aún inéditos, que verán la luz de este mundo en crisis más pronto que tarde, antes de que el verano se nos eche encima con sus chicharras haciendo vibrar las siestas en sombra.

Otros antes ya estuvieron en esta situación. Es la guerra de la obstinación, y tal vez sea que solo esto nos salve de caer en la tristeza de no ver los imposibles cumplidos. Soy realista, y por eso echo la imaginación a volar, y no me imagino sin esta novela, que como todo lo que escribo ha vivido nocturnidades conmigo, madrugadas en vela, sueños despiertos.  

Pensar que no pueden salir estos papeles a luz era una idea que no me entraba en la cabeza. Pensar que pudieran callarse como un amor en secreto, tampoco. Habrá que ir donde se quiera, pero habrá que ir. Habrá que reunir el esfuerzo, pero habrá que reunirlo: así, todo menos el silencio o un solo mes más de espera. Que Los papeles de Madrid aguardan para nacer, aunque ya sea un nacimiento largo, es verdad, pero no es menos verdad que las ganas que tiene uno de luchar para superar las crisis, los aburridos discursos oficiales o la negativas lejanas y espesas de quienes quieren que estemos parados son infinitas.

No hay mejor medicina que la literatura para esa enfermedad que se llama demora en la tristeza. No hay mejor medicamento que una la justa recompensa de ver acabados un montón de folios, que buscaban un editor que tuvieran la suficiente sangre fría como para no pensar en la guadaña de la crisis y solo soñar con los verbos que pueden hilvanar una historia.  

(A José María, con empeño).

lunes, 6 de mayo de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - El mal que nos viene


Es posible que se llame abstemia o aburrimiento, sin más. Esperar como el arado espera. No siempre el calor proporciona algo de felicidad en estas ciudades castellanas y ásperas. Y así comienza a hacer algo de buen tiempo en Madrid, mientras me marchito, me arrugo poco a poco entre cientos de exámenes y sus correspondientes desganas. Era lo que querían los relamidos burócratas metidos a sastres, los que hacen de la educación una vieja cadena de montaje: una clase, después otra, otra más, al golpe de una campana que aburre y llama al mínimo descanso del bocadillo, como escuchaban los obreros del siglo XIX. Ni siquiera un hueco libre para hojear un libro, visitar la biblioteca o echar una meada.

Y los aplauden fanáticos, jalean a quienes se demostraron ladrones. Los viejos bandidos de siempre, sus fantasmas, las espinas del rosal de algún jardín romántico y mustio, que nos recordaba el otoño y su final, como una vida, en un anciano poema escrito en francés. Así boquea en su agonía la cultura, la educación: "no es trabajo, es más que eso", me refería un compañero hoy en las puertas de esa fábrica en que me languidezco con la lentitud con que los mineros extraían el carbón.

Así non tratan a los que braceamos contra la corriente de la ignorancia los tecnócratas de la tijera, los jefes pequeños amilanados, los sumisos, los neutrales, los defensores de El Corte Inglés que obliga en su puntualidad a sus trabajadores, con esa misma mirada bisoña de los capataces que obligaron a sus modistas a trabajar en una fábrica ruinosa que se hunde y las lapida, mientras cosían modas europeas y madrileñas. Ya debe ser primavera también en Bangladesh

También andan en sus ruinas los derechos: una chiquillería apilada en clases pequeñas, hijos de pobres que aplauden a la Pantoja recién salida de su causa. Admiran por tontos a los grandes héroes de los partidos de fútbol, se pavonean osados de sus propias miserias y holgazanean sin futuro después de haberles inoculado en los telediarios y anuncios la eficacia de la jilipollez como forma de bienestar.

No solo son negras las fortunas que amasan algunos (ojalá lo gasten en sucesivos copagos), son negras las reformas que se nos vienen, la ineficacia de los que engordan la administración y luego se la regalan a sus amigos arguyendo que es improductiva. Nos desean el despido porque somos imprescindibles en las democracias modernas y reales, porque somos neutrales gobierne quien gobierne, aunque nos echen a los perros de los que esperan en las colas del paro, que no terminan de comprender que nosotros no les hemos robado el derecho a nadie, sino que trabajamos por los de sus hijos.

Si falta alguna razón que se me olvida, quizás sea porque la abstemia primaveral me deja sin las fuerzas suficientes como para seguir pensando. O no querer seguir pensándolo, mientras justifico que no iré a trabajar el próximo día 9 de mayo: un inútil único día, que debería ser infinito, semanas, meses, hasta que la audacia de los poderosos decida sacar su ignominioso ejército de mentiras a la calle.





jueves, 28 de marzo de 2013

AUTOBIOGRAFÍA (LIX) - Vocación de aire


(fotografía manuscrito de la "Elegía": BNE)

Hoy, 28 de marzo, Jueves Santo, murió hace 71 años Miguel Hernández. Me he acordado por pura casualidad, porque aunque somos demasiado dados a redondear en centenarios y homenajes, el resto de años que no acaban en cero pasan inadvertidos y silenciosos como otros aniversarios íntimos, que solo uno siente como propios. Este es el caso de Miguel, humilde, tanto que podría ser nuestro abuelo, un pariente cercano, que apenas fue a la escuela para darnos en el seno de la memoria su ramillete de espumas, labios, ojos abiertos y zapatos que se quedaron vacíos.

Qué buen momento para ver su caligrafía apretada en los viejos papeles de su cárcel mientras España reza. Estoy seguro de que casi nadie rememora en santorales su muerte prematura y consentida. Estoy convencido de que nadie reza en su soneto la muerte enlutada, envuelta en el rayo misterioso que elevó en endecasílabos a las altas rejas de aquellos enamorados labradores, que somos todos. Amar, aunque sea bajo la tierra. Conmemoramos las muertes solamente mitificadas y las muerte cercanas: hasta Madrid huele a incienso y a cirio, y hasta a injusticia, mientras el poeta agoniza en su soledad de prohibido sanatorio, a heridas que no cerraron su vida en su muerte, sino a su muerte en su poesía: eterna, volátil, compleja y mundana. Nadie ha escrito con tanta vocación de ser aire, viento, fértil tierra y justicia. 

Bastaría apenas un puñado de versos, vapor, humo, y leer en silencio sus odas a las manos curtidas y al trabajo, sus sonetos de carne, su mística humana, su comunión con los hombres y su amor infinito entre los muros de la España bárbara que coleccionaba reliquias, mientras se convertían en santos los fusileros y sus cómplices. 

Más vale amor, y como dijo el poeta: "Moriré como el pájaro: cantando / penetrado de pluma y de entereza / sobre la duradera claridad de las cosas". Así de simple, nos llama la primavera, pero no es ella, sino Miguel Hernández, que esboza un verso todavía en la sombra de su cárcel. 



viernes, 22 de febrero de 2013

AUTOBIOGRAFÍA (LVIII) - Albacete y el género de los verbos


No quisiera escribir nunca sobre mis propias batallas si no fuera necesario. Me basta la mirada o las palabras de otros que fueron antes que yo protagonistas. Solo a veces tengo la necesidad de escribir de lo que veo, mas en la mayoría de las ocasiones no quiero yo ser el testigo, para que sean los demás quienes me cuenten a mí mi propia biografía.

Sin embargo, a veces se impone en la espesura del presente, quizás la de un martes cualquiera, como ayer o antes de ayer, la necesidad de contar o recordarme a mí mismo. Y una anécdota se desencadena como una catarata distante de aquel tiempo en que uno estudiaba con denuedo para no ser, sencillamente, un burro.

He aquí el percance que abre la puerta de las autobiografías: con mis alumnos, haciendo un ejercicio de gramática, que nada tiene que ver con Albacete, surge en medio de la clase esta provincia española, humilde, beatífica (o al menos, así me la imagino yo, porque creo recordar que nada más que una vez puse mis pies en su capital y fue accidentalmente). Para quien no tiene familia allí, este es, como muchos otros lugares, uno más de paso, una nebulosa provincia que suele ir pintada en beige sobre los mapas y que el poder evocador para el que esto suscribe también es infinto: Castilla La Mancha, de allí es mi madre, de ahí también el bueno de Quijano. Pregunto a un despeinado muchacho, como inspirado por no sé qué circunstancia: "¿Tú sabes dónde está Albacete?". Él se encoge de hombros, y sus compañeros me miran con asombro o recelosos de no ser ellos también los interrogados. El sujeto para el cual Albacete debía de tener una geografía tan insospechada como la de Rangún, Beirut o Crimea me responde: "No me acuerdo", y ninguna mano  y segura de sí se levanta como en otras ocasiones cuando mi pequeño auditorio quiere responder algo. Y repito la pregunta a una niña, y después a otra y a otro compañero más. Murmullos. Otro chaval, diminuto y delgado como un fideo, con la cara de un niño que yo me imagino en un colegio de la postguerra, me sonríe ampliamente y me confirma: "No lo sabemos".

Pero aquí no acabó la clase, sino que continuó sumida en su runrún de lapiceros y bolígrafos, hasta que una algarabía descontrolada se originó sin yo buscarlo: hablando del sujeto y predicado como estaba, y olvidando ya al desconocido Albacete, se me ocurre preguntar a otra jovencita que mira con asombro mis ejemplos sobre la pizarra. "¿Comprendes cómo concuerda el sujeto y el predicado?", le digo. Ella me responde un tímido sí, que yo percibo tan borroso como su claridad de ideas: "El verbo concuerda con el sujeto en género y número", me dice. La miro, a punto de sacar la navaja albaceteña: "¿Tienen género los verbos?", pregunto. Afirma moviendo su cabeza, y le solicito un ejemplo, y me responde: "Sí. Él canta y ella canta", quedándose Albacete ensombrecido más aún entre las risas de sus malvados compañeros alborotadores y que saben tan poco como la protagonista, que se arruga en su sitio al tiempo que suena el timbre que anuncia el final de la clase. Guardé silencio y mis cosas poco a poco, mientras ellos se marchaban como si nada hubiera ocurrido.

Entonces se me vinieron de repente aquellos otros viejos silencios de hace más de veinte años, cuando con mi madre, pegaba en el cristal de la puerta corredera que separaba el salón de la pequeña terraza un mapa de España, y sobre este un folio en blanco, en el que yo calcaba al trasluz de las tardes, una y otra vez, todas aquellas provincias: Toledo, Ciudad Real, Albacete, Cuenca y Guadalajara, siempre en ese orden rítmico y salmódico con el que se aprenden los grandes misterios. Mi madre aclaraba, con sus mínimos conocimientos geográficos: antes tal provincia era aún del Reino de Valencia, o tal otra era de la región que llamábamos Castilla La Vieja. Y así aprendí algo de geografía en el poético trasluz de una ventana, y gramática en la recitación de los verbos, pretéritos, presentes, futuros simples y compuestos.

Era tiempos diferentes, tan diferentes que, cuesta imaginar, la ignorancia no estaba de moda como hoy. Y sonrojaba no saber algo puntual, dejaba la sangre fría ignorar una evidencia que todo el mundo sabía menos tú, y era obligatorio luchar contra la pereza. Había que saber dónde estaba Albacete y Pekín sin discusión alguna, o el río Orinoco, como si de ello dependiera la honra familiar. Hoy, sin embargo, el orgullo del apellido parece llevarse en la mollera hueca, en la urgencia amorosa de quien regala un videojuego y no se sienta con su hijo a calcar un mapa mil veces con la merecedora paciencia que aprender requiere. "¿Hambre, hastío, cansancio...?" Así resumió un poeta el drama español de la incompetencia.