sábado, 17 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XVIII) - Historia de un coche

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Entonces era todo un acontecimiento; los chiquillos arremolinados detrás del vehículo lo perseguían tras su estela de humo y el tableteo del viejo motor, haciendo resonar las paredes y los escaparates de las tiendas de novedades. Aún las calles estaban adoquinadas, porque nunca nadie pensó que los carros tirados por los burros un día fuesen sustituidos por los vehículos a motor; esos ante los que las mujeres ancianas se persignaban, como si fuese el demonio quien fuese dentro de ellos. Pero no era el demonio, sino el lejano primo Paco, que no sin cierto aire de jactancia se paseaba por las calles de Linares, sin ocultar los beneficios de su ínfimo negocio de pasteles, que a todas luces era boyante comparado con el de la siega y los braceros, que peleaban cara al sol el sustento de las generaciones venideras.

La llegada del automóvil era un síntoma extraño y ambiguo de modernidad. Quien era poseedor de un coche (ruidoso, incómodo y molesto) adquiría la prestancia que jamás hubiera podido conseguir si no hubiese empleado algunas miles de pesetas de entonces en comprarse un viejo ford como el de la fotografía. Eso fue al principio, porque después aquel estruendo se matizaría y pasaría a llamarse “haiga”, nombre que aludía en los pueblos a los coches de los terratenientes, a los brillantes automóviles alargados que sólo podían circular por las calles más anchas. Llegaron estos automóviles mucho antes incluso que los tractores, porque a nadie importó salvar a los mulos de sus estertores ni al hombre de su cansancio. Ambas cosas eran lo mismo para quienes sabían blandir el látigo a los mozos de las cuadras con la misma soltura que ordenar que alguien arranque el automóvil con el esfuerzo de la manivela.

Después vendrían los plazos, las letras, los créditos, los seiscientos, las vespas y los SIMCA 1000, esos que vagamente recuerdo en mis primeros años de infancia. Seguía siendo el acontecimiento social de los pobres por excelencia la llegada de un nuevo automóvil al barrio. Mientras el propietario orgulloso abría el portón para que observasen las vecinas el estampado de la tapicería y la amplitud del portaequipajes (éste era el nombre anacrónico del maletero), los niños nos inflamábamos de envidia por no poder tener uno como aquél. Después los tranvías cederían el paso a la impronta automovilística. Y de ahí al atasco, apenas medió una década.
(A Stephan, porque se lo prometí y se lo merece).