domingo, 25 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIX) - La estufa de carbón

(Fotografía: archivo familiar)

En todas las familias hay recuerdos como éste: el retrato de escuela, de quien tuvo que dejar sus estudios de “bolsillo pobre” a los trece años, para enfrentarse al trabajo y a su máquina de coser. Testigos de aquellos años de mala escuela son sus letras abigarradas y las faltas de ortografía que comete cuando escribe. Y no puede evitar sonrojarse por ello, aunque compense sus dudas sobre letras con la agilidad que tiene en las multiplicaciones y restas, en las que siempre destacó. Por eso yo, quizás inconscientemente, decidí romper esa maldición familiar de error gramatical y mala caligrafía.

La escuela se vendió, después de la guerra, como el gran mérito de un fiasco entrometido entre sotanas y hábitos. Y cuentan que a los zurdos se les ataba la mano a la espalda para que no escribiesen con la izquierda: la izquierda, la dichosa mano de la suciedad y el infierno. O al menos aquello suscitaban los libros en tres colores y los dibujos infantiles: que dios era tan benévolo como esos dos individuos de los retratos que, a un lado y al otro del crucifijo, recordaban las heroicas cruzadas contra los zurdos, aquellos que cogían el lapicero con la mano inadecuada. Mi madre, por su parte, pudo librarse de aquella tortura indigna, porque su mano diestra no se libró de un catarro mal curado que se la dejó paralizada de por vida.

En las escuelas escaseaba el amor y sobraba el palo. Y los mapas antiguos, como ese que está detrás de mi madre (Imperio Ruso, Imperio Chino, Regiones Heladas del Sur…), compensaban la poca geografía con un credo recitado de memoria ante pupitres con tintero, mal caldeados por una vieja estufa de carbón en invierno.

Mi madre sostiene con ahínco su libro “Lecturas y dibujos”, y aunque tampoco sintió devoción por el estudio, cuenta que las monjitas decían de ella que era aplicada y buena, aunque no se libró del golpe de regla sobre la punta de los dedos, ni tampoco del desprecio de quien tuvo la misión caritativa de enseñarle a leer, a pesar de ser la hija de quien se confundió de mano para escribir. Sonríe; parece que esboza una ligera sonrisa ladeada: exactamente la misma que tiene hoy mirando esta vieja fotografía que creíamos perdida. Ha cambiado el tirabuzón por el peinado de peluquería y algo de tinte que disimula sus canas, pero sigue siendo ella la muchacha de este retrato, que como tantos otros, ha preservado sin querer la dignidad de quien tuvo que sobrellevar la escuela gris de los lunes con hambre.

(A Carlota, por su fidelidad extranjera, pero cercana)


sábado, 17 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XVIII) - Historia de un coche

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Entonces era todo un acontecimiento; los chiquillos arremolinados detrás del vehículo lo perseguían tras su estela de humo y el tableteo del viejo motor, haciendo resonar las paredes y los escaparates de las tiendas de novedades. Aún las calles estaban adoquinadas, porque nunca nadie pensó que los carros tirados por los burros un día fuesen sustituidos por los vehículos a motor; esos ante los que las mujeres ancianas se persignaban, como si fuese el demonio quien fuese dentro de ellos. Pero no era el demonio, sino el lejano primo Paco, que no sin cierto aire de jactancia se paseaba por las calles de Linares, sin ocultar los beneficios de su ínfimo negocio de pasteles, que a todas luces era boyante comparado con el de la siega y los braceros, que peleaban cara al sol el sustento de las generaciones venideras.

La llegada del automóvil era un síntoma extraño y ambiguo de modernidad. Quien era poseedor de un coche (ruidoso, incómodo y molesto) adquiría la prestancia que jamás hubiera podido conseguir si no hubiese empleado algunas miles de pesetas de entonces en comprarse un viejo ford como el de la fotografía. Eso fue al principio, porque después aquel estruendo se matizaría y pasaría a llamarse “haiga”, nombre que aludía en los pueblos a los coches de los terratenientes, a los brillantes automóviles alargados que sólo podían circular por las calles más anchas. Llegaron estos automóviles mucho antes incluso que los tractores, porque a nadie importó salvar a los mulos de sus estertores ni al hombre de su cansancio. Ambas cosas eran lo mismo para quienes sabían blandir el látigo a los mozos de las cuadras con la misma soltura que ordenar que alguien arranque el automóvil con el esfuerzo de la manivela.

Después vendrían los plazos, las letras, los créditos, los seiscientos, las vespas y los SIMCA 1000, esos que vagamente recuerdo en mis primeros años de infancia. Seguía siendo el acontecimiento social de los pobres por excelencia la llegada de un nuevo automóvil al barrio. Mientras el propietario orgulloso abría el portón para que observasen las vecinas el estampado de la tapicería y la amplitud del portaequipajes (éste era el nombre anacrónico del maletero), los niños nos inflamábamos de envidia por no poder tener uno como aquél. Después los tranvías cederían el paso a la impronta automovilística. Y de ahí al atasco, apenas medió una década.
(A Stephan, porque se lo prometí y se lo merece).

lunes, 12 de marzo de 2007




AUTOBIOGRAFíA (XVII) - Otras banderas


(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)



Ésta es una fotografía en doble blanco y negro. Llega a nuestros días como un regalo cargado de la memoria de lo que fuimos. Dobles blancos y negros y el óxido de un tiempo en que las costumbres no se cimbreaban. Aunque duela, éste es el retrato de la terca obstinación de la moral, de las primeras filas y de las segundas, y a un mismo tiempo de la engolada España de las bandares, esas mismas que los nostálgicos agitan aupándose sobre la triste amalgama de los colores viejos. “Érase una vez unas niñas de luto que se colocan al final de la fotografía”, podría ser el comienzo del cuento de la vieja España que renquea, a pesar de todo, en su pasillo de toriles y timbales (aunque siga habiéndolos que piensan que debemos seguir ondeando banderas añejas).

La más querida tía de mi compañera de este viaje sin retorno y su abuela materna bien pueden ser resumen de aquello (una sujeta su muñeca con el indisimulado temor de que alguien se la quite; la abuela Dolores, aquí niña de apenas cinco años, mira con carita rigurosa al fotógrafo que sujetó la vieja cámara sobre el antiguo trípode pesado de madera). Prosa, al fin y al cabo, que no hace justicia al trabajo de las maestras rurales, ni a la amarga imagen de esas niñas enlutadas que parecen viudas antes de tiempo.

Cerril, gris, obtuso y confuso. Así era nuestro país en las épocas de las hambrunas y las capillas repletas. Pese a todo, esa maestra sonríe con la satisfacción de una ideóloga que ha llevado hasta el pueblo más alejado del mundo las vocales y los números del uno al diez, o sea, la libertad y la esperanza, aunque se haya sumergido para ello en el mundo anquilosado de la España a punto de ser rescoldo y vaga humareda de fraternidad. Nadie ha visto ondear banderas como éstas en las manifestaciones del españolismo tardío de unos cuantos, porque quizás nos hubieran recordado a todos las miserias que sufrían los que fueron víctimas de palios y de palos.

Pese a todo, la fotografía conserva la hermosura indeleble de la infancia a la que debemos nuestro pan. Es posible que con esto baste.

martes, 6 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XVI) - Benidorm, 1961


(fotografía: archivo familiar)



No hay razón por la que esta fotografía no pudiera incluirse aquí, en esta autobiografía desordenada como la memoria. Mi madre la guardaba con la extraña obstinación de quien guarda un tesoro, pero no es más que una amarilleada postal que varias amigas suyas le enviaron en el verano de 1961. El viejo cartón se asomaba con la timidez de quien no quiere ser descubierto entre el grueso de otras fotografías y las esquinas rotas de los sobres donde, sin orden ni concierto, los retratos antiguos se agolpan, intentando huir de sus respectivos pasados y nostalgias. Y la incluyo aquí porque no deja de ser el documento excepcional de una lenta destrucción, que nos afecta como las canas o las futuras arrugas en la piel o los nietos.

La postal, firmada por Fani y Juanita, relata lo irrelatable de unas vacaciones al borde del paraíso: “Querida Loren, esta es la playa donde nos bañamos a diario, esta es la más bonita de todas”, o lo era; porque la descripción veraniega de estas dos muchachas que vieron el mar por primera vez aquí, cuando los bikinis eran un extranjerismo abyecto; las rubias, seres venidos del más allá y el turismo hacía sus estragos licenciosos intolerables para la bronca moral de los españoles, no hubiera podido darse hoy. ¿Quién podría imaginarse que esta postal es de Benidorm? Por supuesto, antes de que arruinásemos las costas con la militancia del ladrillo, la opulencia sin sentido y el baratillo inhóspito de hoteles verticales. Sorprende porque aún se ve el monte con su monte bajo, y el cielo, aunque a blanco y negro, se insinúa azul entre casas pequeñas, derruidas con el ahínco del zaplanismo y la democracia liberal. Es más: aún en este macilento cartoncito de hace más de cuarenta años, se aprecia el mar, que ya es.

Quien lo ha visto y quien lo ve podría hacerse cruces. Ecologismos aparte, lo peor de todo no han sido los rascacielos de cristal y hormigón, sino el cómo hemos cambiado pensando, sin temor a tropezar con la estulticia, que hoy estamos mejor, aunque seamos menos felices. Un buen amigo mío, Pruden (quien ya tendrá su correspondiente capítulo autobiografiado, subido en un burro y perseguido por cabritas), afirma con el gracejo del andaluz sabio y buen observador: “El urbanismo es la política sensorial de la que se carece”. Y él, que yo sepa, jamás estuvo aquí, ni fue testigo tampoco de cómo Fani y Juanita chapoteaban en el mar aquel, durante el caluroso verano de 1961.

domingo, 4 de marzo de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XV) - Desde 1900

(Fotografía: archivo familia Valle Bascón)



Esta otra fotografía ha llegado hasta mí por casualidad, desde las lejanas tierras donde se matizan los atardeceres entre tonos malva, sembrados de olivos en hileras interminables. Interminables como si fuesen metáfora del tiempo en que se hicieron esta y otras fotos, allá por el 1900, o incluso antes, por las tierras del secano perenne y el polvo agrio que huele a trabajo por el lejío, entre las eras esforzadas y los cortijos.

El protagonista, solamente familiar mío en lo humano, pero distanciado de mí por kilómetros y kilómetros y por la sangre, cumplía sus obligaciones con las quintas y echaba de menos a su novia, a quien dedica en el reverso de esta fotografía hecha postal las hermosas palabras del cariño distanciado. Cronologías aparte, cumple aquí con su ejercicio de testigo de los años en que se perdió Cuba, de los años en que aún Alfonso XIII malgobernaba un país al borde de la guerra: todo ignorado, todo arrastrado con las mismas tempestades que ciegan a los hombres y sus cosechas.

Posa como un aristócrata, como un general (purito en mano y con el bigote hirsuto y engomado, decimonónico con su pantalón a rayas, sus botas viejas y su quepis lustroso), pero no es más que sólo un hombre más aparentando buena hombría y hechura a su prometida, aquella que trabajó en el campo y que luego sería madre de la más querida de las tías de una muchacha que se bañaba en un barreño al sol, cuando pequeña, y quien también siguió trabajando en las eras como una maldición bíblica y sospechada.

Este retrato, conservado con el esmero de quien todo lo guarda creyendo que conserva un fragmento de alma cada objeto, viaja saltando desde la vieja infantería a nuestros días de borroso humo y cambio climático. Sin saber, tampoco, don Miguel que forma parte de los fantasmas que se llaman recuerdo si agravio.

domingo, 25 de febrero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIV) - Lavapiés o el cuarto mundo


(Fotografía: archivo familiar)



Es imposible pensar que el tiempo no pasa: imposible en las personas, en sus trajes, en sus zapatos, en la inocencia que se pierde igual que transcurren los días, sin apenas darnos cuenta. Pero el tiempo permanece anclado, sin saber muy bien por qué, en las aceras que pisamos y en los adoquines que pueblan las ciudades todavía. Este retrato (ambas tías mías, primas de mi madre, de orígenes tan humildes como rurales, lejanamente distanciadas por cómo las arrastraría la vida a cada una de ellas) se hizo en Lavapiés, adonde llegaron todos los que tuvieron que venirse hasta Madrid en busca del sustento y la esperanza: emigrantes, hijos de emigrantes y emigrados desde la misma felicidad que un día pretendieron, exactamente como hoy.

Y es que si uno pasea por aquí, calle de la Fe o del Ave María, Calvario o Tres Peces, tiene la sensación extraña de la orfandad heredada, del exilio obligado por la pobreza de siglos, esa que parece haber pertenecido siempre a los mismos. El barrio sigue sucio, y quien lo conoció antaño recuerda los corrillos a las puertas de los viejos portales enmohecidos y a las costureras que volvían a sus habitaciones alquiladas en la sagrada hora del regreso hernandiano. Así era entonces la vida de quien tuvo que venirse a Madrid con la habilidad de su costura o de otros oficios en busca de los cuscurros de pan que allá, en la llanura espesa de la Mancha, resultaba difícil hallar si no era con el trabajo del campo seco y otros sudores.

Cuentan también que el domingo Lavapiés y el Rastro eran un hervidero de niñas de pueblo. Ruralidad visitando Madrid, sus churrerías, y pagando el vino fresco de las bodegas agrias de Cuchilleros junto a los novios, encorbatados en el intento de ocultar la modestia de sus trabajos. No ha pasado el tiempo por este barrio, aunque hayan pasado por él generaciones de hombres sin historia o sin apariencia de recuerdos.

Todo es diferente, afirma quien vivió aquí en los años amargos de la paz impuesta a golpe de fusil. Quizás porque es imposible pensar que el tiempo no pasa. O porque, sin más, los serenos han desaparecido de Madrid y las muchachas de pueblo se han convertido en el cuarto mundo de este presente también en blanco y negro. El silencioso cuarto mundo de la miseria importada y extranjera, que nos mira con mutismo nuestra opulencia sin raíces.

jueves, 22 de febrero de 2007


CUMPLEVIDAS

(a Sofía, pequeñísima)

(Fotografía: África Salces)


Este día diminuto, microscópico,
veintidós del dos, resulta ser tu cumplevidas,
el primer día en que verás
árboles y atomóviles ciudad arriba.
Este día y no otro, marcado en los calendarios,
minúsculos igual que tú, señalados,
empezarás a reconocer, ojos abiertos,
la luz del mundo con sus noches y todo.

Resulta que nos has visitado para siempre,
después de tanto tiempo, como siempre
desde el extraño trayecto del no existir
(o sólo a medias).

Y hoy, en tu llegada de primer viaje,
traerás en tu maleta un cielo sembrado de cipreses,
o amapolas rojas y sencillas (¿quién lo sabe?).

Bienvenida, solamente.