AUTOBIOGRAFÍA - Recuerde
Aunque suelen utilizarse indistintamente los verbos “recordar” y “acordar”, no son ni mucho menos sinónimos. Se recuerdan los veranos de la infancia, el barrio en el que naciste y ya casi no visitas; se recuerdan las tardes de colegio y los padres que ya no están. Se reserva, mientras tanto, “acordarnos” para aquello que es efímero e intrascendente: de la leche que no hemos comprado en el supermercado, de avisar al vecino de que el cartero dejó equivocadamente una carta en nuestro buzón. Nos acordamos, en ocasiones tarde, de hacer una fotocopia, de recoger de la tintorería el viejo abrigo que dejamos allá por primavera, o nos acordamos de hacerle la revisión al coche, víctima de los cien mil kilómetros de idas y venidas al trabajo. Acordarse es el verbo de lo fungible y de lo que no es necesario del todo; el verbo de la caducidad de los yogures y de lo reciclado que, pasado el tiempo, no alcanzaremos a recordar por innecesario.
Recordar, por el contrario, cimenta lo que somos; construye cuanto sentimos como propio y edifica aquello que llamamos cultura: el recuerdo es sólido; el “acordamiento”, débil y poco interesante. Soy de los que piensan que los poderosos fomentan una especie de debilidad conspiranoica para que mientras empleamos la energía del recuerdo en “acordarnos de”, no recordemos en realidad, y sea cada vez nuestra memoria más frágil y, por ende, nosotros más vulnerables ante la mentira. Recordamos poco y mal, me digo. Quién se acuerda ya de los hilillos de plastilina en ascenso vertical que abrieron paso al comienzo de burdas maquinaciones: las armas de destrucción masiva o que un vasco fue el culpable del peor atentado de la historia. Quieren que nos acordemos de las víctimas, pero no que las recordemos, porque entonces será como fijarlas en la memoria y hacerlas parte de nosotros, para que la verdad construya lo que somos. El desasosiego de la urgencia, la sobreabundancia de información, las ciudades ruidosas y contaminadas en que apenas ya se puede pasear sin ser atropellado por turistas, el agotamiento permanente ante el esclavizador trabajo por el que recibimos el salario, el tráfico y el atasco, la telebasura, la suciedad de la política y su pueril discurso nos adelgazan la memoria para fomentar solo un recuerdo a corto plazo, para acordarnos de lo inútil y prescindir de todo lo demás, que es necesario, profundo y hermoso.
Vivimos en un mundo obstinadamente olvidadizo. Europa parece haber olvidado el horror de los campos de extermino, el olor agrio de las bombas, el terror atómico, los sanguinarios dictadores y, sin recordar, apenas nos acordamos de aquellas páginas de los libros de historia en que aprendimos muy poco y que, ayer mismo, la escuela tuvo que enseñarnos a los recién llegados a este mundo. El odio y la indiferencia ante el padecimiento humano invaden el presente y nos borran el pasado, como si nada hubiera existido, como si las cronologías de las que formamos parte no fueran un pedazo de la historia de la que todos somos protagonistas y que huye de la permanente explotación de esa memoria a corto plazo que hace que nos acordemos de las cosas menos importantes y nos hayamos olvidado de lo esencial que somos: nuestro recuerdo nos sitúa en el mundo y nos proyecta haciéndonos saber lo que seremos y lo que fuimos, y también lo que nunca seremos. Habrá que empezar a recordar en serio, aunque solo sea para que no nos tengamos que acordar de que un día tuvimos la certeza de saber cómo sonaba el canto de los pájaros en las ciudades que habitamos.
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