AUTOBIOGRAFÍA (LXI) - El ave y otras desdichas
Como cualquier otro asunto generacional, este también pasa a formar parte de mi autobiografía, ya que es la mía la última generación que viajó lentamente en los últimos trenes del siglo pasado y aún puedo recordarlo. Hoy, predispuesta como un zumbido, fustigadora como un relámpago, la velocidad de los tiempos modernos atestigua la carencia del goce por el viaje, por la buena lectura, por la humareda calurosa de los talgos pendulares y de los viejos estrella con compartimentos populares. Nunca fue romántico el olor de los pies (trenes peores conocieron nuestros padres y abuelos, el mismo Machado, anotando en su libreta las incomodidades de aquellos asientos de madera y estrechos), ni tampoco los retrasos en las estaciones secundarias. Pero, olvidando el término medio, se ha pasado de un día para otro a la alta velocidad de los yupies, las azafatas y los lacoste engominados de los niños bien, resguardados detrás de sus maletines de negocios. Y es precisamente esto una de las muchas desdichas que han venido a trescientos kilómetros por hora.
No me engaño: un día vi caballos correr sobre la nieve, y leía a Max Aub. Y atardecía con la misma lentitud de los besos, por detrás de aquellas ventanillas de ese tren que nunca parecía llegar a su destino, a Gijón, tal vez, zigzagueando entre montañas con su pesadez ruidosa de siglos y vías oxidadas. O aquel viejo Santa Bárbara de gasóleo en el que monté por primera vez para ver el mar, con mi hermano Jesús, en la vieja estación de Chamartín. También viajé al sur, en un regional naranja lleno de militares sin estudios, que vociferaban y fumaban porros, mientras yo hojeaba a Whitman y tardé doce horas en llegar hasta Montilla. Y siempre había alguien, también hay que decirlo, que esperaba después de aquel viaje y que, inevitablemente, hacía más impaciente la llegada.
Se relativizó el tiempo desde entonces. La asepsia del auricular de usar y tirar sustituyó a la dulce anciana que me llegó a ofrecer las croquetas de su tartera metálica y que venía a Madrid por Navidad para ver a sus nietos. No recuerdo su nombre, pero se me ha venido hoy mismo a la memoria. Y no es solo el abusivo precio que el gobierno ha decidido cobrar a los ciudadanos por utilizar un digno medio de transporte que previamente ya se ha encargado de cobrarnos con los impuestos, sino la perversión contemporánea de ir restándole tiempo a la vida, de hacer que todo parezca eficazmente inhumano, frío como un quirófano, rápido como un suspiro. Es mentira que el tiempo sea oro, eso lo dijo un poeta ocioso y luego repitió la misma jilipollez el buen burgués que nunca pensó en las vacaciones de sus empleados.
No me engaño: un día vi caballos correr sobre la nieve, y leía a Max Aub. Y atardecía con la misma lentitud de los besos, por detrás de aquellas ventanillas de ese tren que nunca parecía llegar a su destino, a Gijón, tal vez, zigzagueando entre montañas con su pesadez ruidosa de siglos y vías oxidadas. O aquel viejo Santa Bárbara de gasóleo en el que monté por primera vez para ver el mar, con mi hermano Jesús, en la vieja estación de Chamartín. También viajé al sur, en un regional naranja lleno de militares sin estudios, que vociferaban y fumaban porros, mientras yo hojeaba a Whitman y tardé doce horas en llegar hasta Montilla. Y siempre había alguien, también hay que decirlo, que esperaba después de aquel viaje y que, inevitablemente, hacía más impaciente la llegada.
Se relativizó el tiempo desde entonces. La asepsia del auricular de usar y tirar sustituyó a la dulce anciana que me llegó a ofrecer las croquetas de su tartera metálica y que venía a Madrid por Navidad para ver a sus nietos. No recuerdo su nombre, pero se me ha venido hoy mismo a la memoria. Y no es solo el abusivo precio que el gobierno ha decidido cobrar a los ciudadanos por utilizar un digno medio de transporte que previamente ya se ha encargado de cobrarnos con los impuestos, sino la perversión contemporánea de ir restándole tiempo a la vida, de hacer que todo parezca eficazmente inhumano, frío como un quirófano, rápido como un suspiro. Es mentira que el tiempo sea oro, eso lo dijo un poeta ocioso y luego repitió la misma jilipollez el buen burgués que nunca pensó en las vacaciones de sus empleados.
Nadie quiere degustar un buen vino deprisa, quisiéramos todos demorar el amor o el orgasmo (técnicas, dicen, que hay incluso para esto), nunca desearíamos olvidar un instante, ansiaríamos ver caer la hoja de un árbol, seguir acompañados y parsimoniosos con música de fondo, escuchar despacio las olas, prolongar la charla hasta mañana… Y, aun así, disfrutamos de la velocidad y de la urgencia, pensando que en ello radica el futuro, como si este no fuese, en verdad, lo único que viene volando a jodernos la vida.
4 comentarios:
¿Pero si no llevabas portátil, cómo has podido escribir y PUBLICAR esta belleza mientras viajabas el sábado, a esa hora justa de las 23:25, desde Córdoba a Madrid?
!Pero qué hermoso te ha salido!
¿has estado en el sur sin avisar?...en fin, en fin...si que es bello, si.
Alguien que se beneficia inmensamente de las ventajas del AVE, como es mi caso (bien es cierto que estoy totalmente de acuerdo contigo en lo de los precios abusivos, ya nos quitan lo suyo cada mes) tiene que disentir por fuerza, así debería ser.
Sin embargo, qué carajo, no recuerdo nada de mis viajes de AVE, y sin embargo tengo miles de recuerdos de mis viajes nocturnos desde Palencia a Barcelona. Entonces disfrutaba del maravilloso privilegio de ser dueño de mi tiempo las 24 horas del día, sin horarios (no lo eran los de la Universidad, donde viejos dinosaurios repetían las gramáticas y manuales que otros antes habían escrito), sin clendarios en rojo y negro. Montaba cualquier día en Palencia en un tren que venía de Coruña y Oviedo y atravesaba la frente de España despacito y con enormes descansos para fumar en el andén. En los compartimentos de turista, ocho por hueco sin apenas espacio, conocí un montañero de 80 años que venía de entrenar en Los Ancares para ir al Himalaya; un loco que conocía la etimología de todas las palabras que la decíamos; comí empanada y bebí cerveza sin pausa con unos Asturianos que iban a ver a Fernando Alonso a Montmeló, al grito de Sumajjjjer jódete... en fin, me ocurrían cosas que ahora no me ocurren. Sigo valorando la comodidad de llegar a mi patria chica en un suspiro, pero si lo pienso bien, luego lo que creo haber ganado en el trayecto lo pierdo en cualquier tontería.
Te ha salido redondo, Luis, creo que es la entrada que más me ha gustado de las muchas que llevas. A veces uno lee ciertos pasajes y se queda con la sensación de que ha asistido a un pequeño milagro.
Hola Luis, me identifico mucho contigo en este asunto . Resulta que no hay mejor oportunidad para disfrutar del presente que aquella en la que un agente externo nos obliga a permanecer, a no hacer otra cosa que esperar. Y para esto el tren era y en gran parte sigue siendo un estupendo aliado. Nos impone sin remedio la oportunidad de encontrar ese momento para leer, observar, reflexionar, conversar....
Sin embargo, nos empeñamos en reducirnos esa cuota de felicidad, nos esforzamos concienzudamente en convertir nuestro tiempo en algo "producitivo" (lástima que sólo entendamos como productivo aquello que genera dinero)
No tiene remedio, pero debemos admitir que esos trenes que ahora añoramos, significaron en su momento exactamente lo mismo respecto a otros medios de locomoción más tediosos aún, y a su vez estos sobre los anteriores... Así hasta que lleguemos a cuando el hombre tan sólo disponía de sus pies para explorar el mundo.
Tu texto me trae también otra reflexión sobre la melancolía. Es curioso, pero no podemos evitar añorar tiempos peores (en el mejor sentido la palabra). A mí me ocurre también con ese fantástico ruido que hacían los trenes de la línea 5. Los echo de menos, no puedo evitarlo.
Me ha encantado Luis esta entrada.
Un abrazo
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