jueves, 12 de diciembre de 2013


AUTOBIOGRAFÍA - La verdad, de soslayo.



No sabemos muy bien a qué huele la pobreza, y de un tiempo a esta parte tampoco sabíamos en qué lugar se encontraba, dónde dormía, dónde terminaba los días, o dónde se detenía para contemplar el mundo. Siempre ha poblado nuestras ciudades, siempre estuvo, pero de un tiempo a esta parte, la pobreza coloniza Madrid con un aroma inhóspito de tercer mundo o de postguerra.

Hay imágenes que terminan de completar los ojos, que llenan con una vulgaridad auténtica las calles otra vez iluminadas por la cochambrosa monotonía navideña, ese subterfugio pueril para hacernos olvidar un momento que, una trampa del destino, un despido injusto o un mal tropiezo en la vida, nos puede llevar a cualquiera de nosotros a buscar un cartón con que taparnos.

El mundo de la comodidad en el que vivimos se sostiene por un débil hilo que cualquier hijo de vecino, desde un despacho, desde una gris sucursal bancaria o desde un oscuro pasillo de algún ministerio, puede cortar con la impunidad con que ya han cortado otros hilos: sanidad, educación, cultura, igualdad, derechos, libertad de expresión suenan ya a arcaísmos lejanos, como si de términos usados por el derecho romano se tratasen, allá por el siglo primero.

Es imposible, si se tiene un gramo de humanidad, mirar para otro lado. En el centro de las ciudades reina un ejército, galdosiano y de Misericordia, en que los harapos se entremezclan con los cartones, y los rostros agriados por el vino de la pobreza con los únicos pantalones y zapatos que los últimos desposeídos contemporáneos solo tienen. Estos son los restos de un país que quiso superar sus propias demoliciones. Dan ganas de poner un punto final a cualquier biografía, a cien años de soledad que convocan todos los finales del mundo: un sutil apocalipsis se ha cernido sobre Madrid para recordarnos la fragilidad de la riqueza, la inmoralidad de la clase política y la dignidad que nos han hecho perder, dejándonos arrostrados por el miedo a acabar como esta gente si no se guarda el sumiso silencio de los condenados por la injusticia.

Son viejas estas imágenes. Pero recuerdo, bajo el cartel luminoso de la estación de Atocha, que un día hubo flores en nombre de las víctimas: velas encendidas, poemas, frases, lazos rememorando a los que cogieron un tren aquel último día de marzo en que a todos se nos detuvo la historia. Nadie parece recordar a estos otros muertos vivos, a estas otras víctimas del terrorismo (económico) que han multiplicado por diez su presencia en la ciudad en los últimos tres años. Quieren que miremos para otro lado, pero no lo conseguirán, porque aún no han prohibido que miremos de frente a los hombres que son como nosotros. La verdad nunca puede mirarse de soslayo, aunque ellos lo hagan desde los cristales ahumados de sus coches oficiales.