AUTOBIOGRAFÍA - La verdad, de soslayo.
No sabemos muy bien a qué huele
la pobreza, y de un tiempo a esta parte tampoco sabíamos en qué lugar se
encontraba, dónde dormía, dónde terminaba los días, o dónde se detenía para
contemplar el mundo. Siempre ha poblado nuestras ciudades, siempre estuvo, pero
de un tiempo a esta parte, la pobreza coloniza Madrid con un aroma inhóspito de
tercer mundo o de postguerra.
Hay imágenes que terminan de
completar los ojos, que llenan con una vulgaridad auténtica las calles otra vez
iluminadas por la cochambrosa monotonía navideña, ese subterfugio pueril para
hacernos olvidar un momento que, una trampa del destino, un despido injusto o
un mal tropiezo en la vida, nos puede llevar a cualquiera de nosotros a buscar
un cartón con que taparnos.
El mundo de la comodidad en el
que vivimos se sostiene por un débil hilo que cualquier hijo de vecino, desde
un despacho, desde una gris sucursal bancaria o desde un oscuro pasillo de algún
ministerio, puede cortar con la impunidad con que ya han cortado otros hilos:
sanidad, educación, cultura, igualdad, derechos, libertad de expresión suenan
ya a arcaísmos lejanos, como si de términos usados por el derecho romano se
tratasen, allá por el siglo primero.
Es imposible, si se tiene un
gramo de humanidad, mirar para otro lado. En el centro de las ciudades reina
un ejército, galdosiano y de Misericordia, en que los harapos se entremezclan
con los cartones, y los rostros agriados por el vino de la pobreza con los
únicos pantalones y zapatos que los últimos desposeídos contemporáneos solo
tienen. Estos son los restos de un país que quiso superar sus propias
demoliciones. Dan ganas de poner un punto final a cualquier biografía, a cien
años de soledad que convocan todos los finales del mundo: un sutil apocalipsis se
ha cernido sobre Madrid para recordarnos la fragilidad de la riqueza, la
inmoralidad de la clase política y la dignidad que nos han hecho perder, dejándonos
arrostrados por el miedo a acabar como esta gente si no se guarda el sumiso
silencio de los condenados por la injusticia.
Son viejas estas imágenes. Pero
recuerdo, bajo el cartel luminoso de la estación de Atocha, que un día hubo
flores en nombre de las víctimas: velas encendidas, poemas, frases, lazos
rememorando a los que cogieron un tren aquel último día de marzo en que a todos
se nos detuvo la historia. Nadie parece recordar a estos otros muertos vivos,
a estas otras víctimas del terrorismo (económico) que han multiplicado por diez
su presencia en la ciudad en los últimos tres años. Quieren que miremos para
otro lado, pero no lo conseguirán, porque aún no han prohibido que miremos de
frente a los hombres que son como nosotros. La verdad nunca puede mirarse de
soslayo, aunque ellos lo hagan desde los cristales ahumados de sus coches oficiales.
2 comentarios:
¡Bravo!
¡Sí señor!
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