jueves, 13 de marzo de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLIX) - La naftalina y la lluvia
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(fotografía: archivo familiar)

Otro recuerdo más: de nuevo la insolente memoria de los que no hemos decidido hacernos viejos, sino lo contrario, fingir juventud, que a la postre siempre nos ha mejorado el aspecto, aunque resbalemos por el fondo triste de las fotografías que el tiempo añeja, como a los padres, como a los hermanos, como a los vecinos que ya no están, y que poco a poco ha ido engullendo el tiempo con su fisonomía ambigua de días que parecen todos semejantes, pero que son diferentes a su manera, como desgraciadas las familias en las novelas rusas, cada cual de un modo distinto y parecidas todas entre sí en su felicidad.

Otra fotografía: cómo han cambiado todos. Los recuerdo hoy porque vuelve hacer mucho tiempo que no los veo. Porque se enturbian en las fotos antiguas, porque Alcalá está demasiado cerca como para decir “muy lejos” y porque ni ellos, sus protagonistas, sabrán ni siquiera de la existencia de este retrato de familia. Niños que ya no son niños, niños que ahora tienen otros niños y que posarán, digitales y pixelados, en otras fotografías semejantes. Primos, tíos, mi hermano mayor (aquí el más pequeño) y un carricoche que, como los peinados, parece sacado de una película italiana de los años cincuenta. Y azares o paradojas: el que luce traje marinero y hace mohínes llegó a dar la vuelta al mundo en el Juan Sebastián el Cano (cosas de la vida).

Bienvenidos sean, pues, los tropezones que da la memoria. Ignoro quién es el calvo que por detrás de mi tía se asoma con su corbata de finísimo nudo; corbata de querer ser lo que no se es, supongo, porque pocos en mi vasta familia la necesitaron para trabajar, ni yo mismo siquiera, que adiestro leones en un circo sin redoble de tambores ni hermosas trapecistas. Así son las familias: se extienden como las ramas de un árbol inmenso, sin que los retoños que crecieron de un mismo tronco vuelvan a encontrarse, salvo si el viento los agita con fuerza.

Y así ha pasado el tiempo: cumpleaños, cumpleadioses, cumplevidas. Otros vendrán, seguro, a recoger lo que todos ellos han dejado y están dejando aún. Un rastro que no huele a naftalina de armarios, sino a lluvia.




4 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso!! no sé que decirte, no tengo tu soltura con las palabras.
Aún no he podido leer el libro, esto de vivir en el poblado, en fin. ¿Os dejaréis caer por aquí esta Semana Santa o tenéis planes para Roma o Paris? jejeje! abrazos apretaos para los dos de Pilarin

Anónimo dijo...

¡Qué facilidad para la palabra! Estoy de acuerdo. Perfecta descripción de tu profesión la de "adiestrador de leones en un circo sin redoble de tambores ni hermosas trapecistas". Aunque los tambores los ponen los indios, que también los tendrás entre tus leones, y tú mismo harás infinitas veces de trapecista, para no caer al vacío de la desgana.
Saludos, escritor, que esa es otra de tus tareas, y por lo que he podido comprobar, también ahí "adiestras" bien las palabras.

Mario

Rosa Silverio dijo...

Me encanto, Luis.
Precioso texto, cargado de una emoción tan fina e indescriptible como esa lluvia con la que terminas.

Un gran saludo.

Anónimo dijo...

Una vez más, aunque de forma distinta, con palabras diferentes lo digo aquí, donde corresponde, claro está, mantengo el entusiasmo porque esta autobiografía colectivísima sea con el tiempo una de tus obras preferidas por tus lectores.

Casi todos los grandes escritores son enunciados por una o dos de sus mejores novelas, pero a sabiendas de que todos los grandes han hecho libros "pequeños" en los que la estética y el compromiso emocional fundamenta el echo irreparable de ser un escritor.

De modo que si el retrato de la tal Sofía, o los que le sucedan, no llega a poner tus cosas en su sitio, el reconocimiento y la dichosa fama, siempre te avalarán estas estelas de tu pasado que con tanta gracia y belleza nos proporcionas.

Otro abrazo