lunes, 9 de abril de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXI) - El sonido oxidado


(Fotografía: archivo familiar)

Ya no se oficiaban las misas en latín, pero esta fotografía tomada poco después de que comenzasen a decirse en la lengua de Cervantes, resulta tan añeja como otras más antiguas. Aunque la misa había perdido su voz divina desde 1960, esa que ni entendían los dictadores iletrados de antaño, los ritos de la fe española parecían sobrevivir a la misa tridentina y conservaban aún la estoica paciencia de los que aceptaban que los matrimonios eran de por vida y de la confesión inconfesable de quienes sofocaban, entre susurros más pecaminosos todavía que sus propios actos impuros, su pecadillos de a diez. Entonces, cuando se dejó de declinar el cuerpo de Cristo, las radios se apagaban en señal de duelo y los televisores rendían con su silencio un reconfortante sabor de casa antigua, vestida con mantilla y todo, en Semana Santa. Las viejas del barrio antes de poner un pie en la calle se persignaban, no por temor a los ladrones de bolsos sino por confianza en que dios también salía con ellas al mercado de San Antón, en busca de las sabrosas manzanas del pecado, porque la carne sin bula estaba tan prohibida como el placer.

Fue en esta época, cuando se casaron mis padres, ambos de espaldas en este retrato de su boda. El párroco de la Iglesia de San Lorenzo, recitó los versículos del santo sacramento matrimonial, sin embargo, en la lengua del Imperio, o sea, en el clásico español de Lavapiés, que mis padres entendieron a la perfección. Y resultó ser para toda la vida el matrimonio que aún sustentan entre los inevitables achaques de la vejez y la tozuda resistencia a ser ancianos. Pero el tiempo pasó: y ni siquiera Lavapiés es Lavapiés, dicen los agoreros de las funestas manías de las pérdidas y la degradación de la raza. Todavía quedan quienes se obstinan en recordar lo que fuimos, y no hacen por pensar en lo que seremos el día de mañana, siempre en decadencia.

Paradojas del tiempo: tampoco entenderían los dictadores sofisticados de hoy en día el latín de las misas (más sofisticados, pero igual de iletrados), ni la sobrecarga excesiva de los altares y retablos. Pese a todo, todavía se escucha el oxidado sonido de las campanas en Madrid, llamando extrañamente a la misa en los domingos o recordando que se recitan aún letanías a los que nos han dejado para siempre. Eso se escucha desde los balcones de mi casa, igual que el sonoro ronroneo artificial de otras músicas de barrio, importadas desde vaya usted a saber dónde. Así todo, la iglesia sigue igual: al final de la calle de la Fe y pintada de color salmón. Poco ha cambiado de eso, salvo el latín.


7 comentarios:

Anónimo dijo...

Estupendo. Me ha encantado el post de hoy. Yo también recuerdo los silencio de la semana santa. Por suerte todo ha cambiado.

Fdo: Paco.

Anónimo dijo...

¡Pero si sigue habiendo semana santa y misas y iglesias llenas de gente! ¡LLenas de pequeños sentimientos o de grandes falsedades! No todo ha cambiado, no del todo se han cambiado aquellas maneras que hacían del pueblo un esclavo de los poderes. Seguimos siendo unos súbditos. Luis, gracias por compartir tus pensamientos de que otra realidad es posible y por intentar convencer de lo que puede ser una realida no muy lejana.

El búho rojo dijo...

Evolución??? cambio??? Sea como fuere, al igual que Lavapies ya no es lo mismo, la sociedad entera, incluidas las vetustas misas en latín, se va transformado despacio...

Sin embargo, a veces me pregunto si ese precio que hemos de pagar en realidad está compensado... No hablo de falsas morales ya obsoletas, ni de fes que son verdades puras de quienes la tienen, si no de esa parte de la sociedad, donde todos eran vecinos, donde la gente se daba los buenos días en la calle, donde se dejaban las puertas abiertas, donde se fiaba en la tienda de la esquina...

Siempre un placer leerte...

Anónimo dijo...

Yo recuerdo los velos, Luís, aquellos de negro casi traslúcido y bordes de fino encaje, que portaban las mujeres en los bolsillos para acudir a misa y los sacaban a la puerta de las iglesias para cubrir sus cabezas y penetrar así en el reino de las sombras perpetuas. Jamás se me olvidará la impresión que me causaba la hilera de bancos recios de madera, alineados como ataúdes que esperan moradores, y las señoras acomodándose con paso cansino, las cabezas cubiertas por aquellos velos de misterio, que refulgían con el relfejo amortiguado de las luces, y las miradas perdidas en el suelo.
Un abrazo.

Paula García dijo...

¡Hola Luis! Debo decirte que me maravillas con tus textos. Tienes esa capacidad de hacerme soñar, viajar en el tiempo y hacerme sentir en Madrid de aquellos años. La foto de tus padres es hermosa, pero más lindo aún es que la rescates y con ella escribas una historia.
Es un placer venir a leer tus autobiografías, cuando acá en Santiago de Chile es otoño y como tu dices, dan ganas de leer. Gracias por tus palabras. Te dejo un fuerte abrazo.

Anónimo dijo...

La inamovilidad de la iglesia, que permanece en el mismo lugar que en 1960, frente a la vida en movimiento.
Es curioso, si uno se coloca entre dos trenes, es decir, entre vías (o entrevías, como se prefiera), se puede apreciar esto mucho mejor.
Saludos, escritor.

Fernando dijo...

Me traes el sordo paso de la herrumbre y los labios secos...pero hay un dulce eco de nostalgia que todavía se sienta a mi lado y me habla con las viejas voces...